jueves, 30 de mayo de 2013


La ruptura definitiva entre González y Guerra

Aquellos que seguían más de cerca la política española de aquellos años quedaron sorprendidos cuando, tras vencer en las elecciones generales de 1989, Felipe González anunció que no introduciría cambios en el gobierno y que en consecuencia (o por consiguiente, que diría el interesado), todos los ministros eran mantenidos en sus puestos. Los que conocíamos las interioridades de la situación del gabinete quedamos todavía más confundidos. Existía un enfrentamiento, a veces latente, a veces abierto,  que se acentuó a lo largo del año siguiente a las elecciones de 1989, entre Guerra y sus partidarios y los que ya comenzaban a llamarse “ministros renovadores”. Entre estos últimos se encontraban Joaquín Almunia, Javier Solana y José Barrionuevo que luego y como ya vimos, manifestarían su apoyo a Leguina acudiendo al acto celebrado en el hotel Chamartín. A estos se unía el entonces secretario de estado Borrell que en la reunión citad pronunció un expresivo discurso en el que atacó la concepción del, partido mantenida por Guerra y sus partidarios[1]. Otros ministros contrarios al entonces vicepresidente eran Narcis Serra, Carlos Romero y sobre todo Carlos Solchaga, quien no se privaba de exteriorizar públicamente sus puntos de vista contrarios a Guerra[2].

A la salida de Guerra del gobierno ya me he referido en un capítulo anterior. Lo curioso del caso es que esta dimisión no fue seguida inmediatamente por un cambio de gobierno. Este se retrasó unas semanas y tuvo lugar en el momento en que el recién dimitido/cesado Guerra se encontraba nada menos que en Australia asistiendo a una reunión internacional de socialistas. Que Felipe González eligiese un momento en el que su hasta entonces segundo se encontraba exactamente en las antípodas, puede ser un hecho casual. De todos modos no deja de ser significativo y esa lejanía de Guerra jugó un papel determinante en las decisiones que tomaron algunas de las personas que protagonizaron la formación del nuevo gobierno.

González planteó una remodelación de su gobierno que puede ser considerada como una transición a la espera de cambios más profundos. Salieron del gabinete cuatro de los ministros opuestos a Guerra: Almunia, Barrionuevo, Romero y Semprún. Los ministros más afines a Guerra se mantuvieron en sus puestos y en compensación, Solchaga continuaba con la cartera de Economía y el renovador Serra fue ascendido a vicepresidente ocupando así la plaza dejada vacante por Guerra. En esta línea de equilibrios, González ofreció a Benegas una nueva cartera que recogería las competencias del Ministerio para las Administraciones Públicas que Almunia dejaba vacante y las del Ministerio de la Presidencia, cuyo titular el guerrista  Virgilio Zapatero pasaba a Justicia de donde Múgica era desplazado al Ministerio de Cultura dejado libre por el impulsivo Semprún. El Ministro de Obras Públicas Sáez Cosculluela, también guerrista dejaba su puesto a José Borrell, quien por fin veía cumplirse sus ambiciones ministeriales y además al frente de un potente departamento que absorbía las competencias en materia de transportes y comunicaciones dejadas libres por la marcha de Barrionuevo.

La solución a la crisis reflejaba un cuidadoso juego de contrapesos y de intentos de atraer a las filas de la renovación a personas hasta entonces identificadas con Guerra. En esto se veía la mano de Narcís Serra, siempre cauteloso a la hora de dar pasos adelante y de Javier Solana cuyo gusto por las componendas  y deseo de contentar a todo el mundo era bien conocido. Ambos coincidían con la forma de hacer de Felipe González, que nunca ha sido demasiado partidario de soluciones radicales a la hora de resolver las crisis.

Todo aquel fino planteamiento con el que se pensaba tranquilizar a unos y a otros se vino abajo cuando Benegas comunicó a sus amigos Guillermo Galeote y Roberto Dorado la oferta  que le había hecho González a la vez que les ponía al corriente de la composición completa del previsto nuevo gobierno. A la vista del panorama decidieron ponerse en contacto con Australia para que Alfonso Guerra les orientase sobre como responder a las ofertas del Presidente del Gobierno. Cuando Guerra se enteró de que Solchaga continuaba en Economía, y que además Serra era ascendido a vicepresidente su actitud fue totalmente contraria a la entrada de Benegas en el gobierno. En eso coincidía con  Galeote y Dorado, que además pensaban que si aquella se producía, Benegas terminaría por caer bajo la influencia de Felipe González y se apartaría de la estela del guerrismo. Después de una larga conversación telefónica con el distante vicesecretario, Benegas tomó la decisión de rechazar la oferta que se le había hecho, y en consecuencia quedó fuera del gobierno. Según ha dicho algún tiempo después el propio Txiki, esta actuación le resultó nefasta para su futura carrera política. Es preciso reconocer que el político vasco se portó con gran lealtad hacia Guerra, actitud por la que este le estaría siempre agradecido.

Para salir del engorro en que le situaba su negativa, Benegas propuso a González la incorporación al gobierno de Juan Manuel Eguiagaray, que en aquellos momentos era vocal de la Comisión Ejecutiva a las órdenes de Benegas. El presidente decidió aceptar esta sugerencia aunque manteniendo la estructura de los departamentos tal como estaba. Así pues continuaron separados los ministerios de Presidencia, donde continuó Zapatero y de Administraciones Públicas donde se incorporó Eguiagaray. Para la cartera de justicia recuperó a Tomás de la Cuadra que hasta ese momento ocupaba la presidencia del Consejo de Estado.

Respecto a la cartera de Cultura, los planes de Felipe González se vieron alterados por la conducta de Enrique Múgica. Según parece, éste último reaccionó con gran enojo cuando el presidente le comunicó su cese en la cartera de Justicia. Ante este panorama, González renunció a ofrecerle Cultura y para cubrir la inesperada vacante recurrió a Jordi Solé Tura.

El resultado de la crisis significó el fin de la influencia de Alfonso Guerra en el gobierno, que había alcanzado su punto más alto en la remodelación de 1986. Aunque permanecieron en el gabinete personas cercanas a sus posiciones, lo hicieron en puestos de escasa relevancia y fuera de los principales ámbitos de decisión. Sin embargo dentro del partido las cosas eran completamente distintas[3]. La comisión ejecutiva surgida del congreso anterior parecía firmemente alineada tras Guerra. Aunque como luego veremos, bastantes de sus miembros fueron evolucionando hacia las posiciones de Felipe González.

Yo, como otros muchos, siempre había considerado que la salida de Guerra del gobierno tendría efectos nefastos para la estabilidad del PSOE, y los hechos vinieron a darnos la razón. Con el vicesecretario general en Ferraz controlando los resortes orgánicos se produjo la aparición de un foco de poder alternativo en torno al que procedieron a asociarse todos aquellos que mantenían discrepancias con la labor gubernamental o simplemente se sentían desplazados de la misma.

Sorprendentemente, uno de los centros de influencia que Guerra poseía dentro del gobierno se mantuvo intacto. Roberto Dorado fue mantenido en su puesto de Director del gabinete del Presidente del Gobierno. Mucha gente, incluido yo mismo, no entendió en aquel momento la razón de tal permanencia. Pudiera ser que se hiciese para no dar la impresión de que era Guerra y no González quien controlaba los resortes políticos dentro del palacio de la Moncloa. El hecho es que Dorado, que siempre fue un magnífico profesional, procuró compaginar como pudo las dos lealtades a las que se sentía obligado, lo que en ocasiones debió de producirle no pocos quebraderos de cabeza.

Así las cosas, en Junio de 1991 aparecieron en la prensa las primeras noticias en relación con lo que se llamó el “caso Filesa”. El nombre del asunto procedía del de una sociedad a la que un empleado, despedido de ella, señalo como parte del entramado de financiación del partido socialista. Sobre este asunto y otros parecidos se han escrito numerosos reportajes, artículos  e incluso libros. Lo mismo ocurre respecto a la financiación irregular de los partidos políticos. Por tanto mis comentarios aportarían poco o nada nuevo al respecto. Baste con decir que tengo la convicción de que España no ha sido demasiado diferente a otros países europeos en cuanto al modo en que se han financiado los partidos políticos.  Aquí, hasta la aprobación de la ley que reguló su financiación cada partido buscó los medios necesarios como Dios le dio a entender y todo el mundo lo aceptó de manera más o menos velada. Sin embargo la aparición del asunto Filesa supuso un cambio sustancial en el panorama. El Partido Popular se lanzó en tromba sobre esta cuestión con harta temeridad porque entre sus filas no tardaron en surgir escándalos parecidos. Pero el hecho de encontrarse entonces en  la oposición facilitó que el  PP se exculpase a sí mismo de sus propios pecados y se lanzase a exigir graves penitencias para sus adversarios, llegando al extremo de personarse como parte acusador en los procesos judiciales que se abrieron.

A todo esto Guerra continuaba manteniendo una estrecha relación con las organizaciones del Partido Socialista, rodeado de partidarios ante los que dejaba traslucir su sentimiento de haberse sentido engañado por González en la última crisis de gobierno. El ofendido vicesecretario explicaba a todo el que quisiera escucharle que su salida de la vicepresidencia debería haber sido compensada con el cese de Carlos Solchaga, y que por el contrario este último había permanecido e incluso se había visto reforzado. Según alguno de los que asistió a estas reuniones, Guerra insistía en que Felipe le había dejado ver que estaba dispuesto a desprenderse del ministro navarro. De aquí venían pues sus quejas y su dolor por considerarse traicionado.

Uno de los grupos que mantenían contactos con Guerra era el que, en la federación madrileña se aglutinaba en torno a José Acosta. Como ya he señalado en otro lugar, estos compañeros habían comenzado a cuestionar seriamente mi actuación como secretario general de la FSM. Entendían que yo era demasiado condescendiente con Leguina, con quien seguían en profundo desacuerdo. Mi posición se resumía en asegurar al gobierno de la comunidad autónoma la estabilidad política suficiente par que pudiese realizar su programa. Yo nunca entendí demasiado bien las pretensiones de los partidarios de Acosta aunque en algún momento llegué a comprender que manejaban la idea de separar a Leguina de la presidencia sustituyéndolo por otro diputado. Incluso en alguna ocasión se filtró a la prensa mi nombre para ese propósito. A la vista de cómo iban evolucionando los acontecimientos, decidí mantener una entrevista con Acosta donde le hice ver lo absurdo de tal pretensión y mi nula disposición a entrar en aquel juego. Le explique que, como el muy bien conocía, yo había llegado en su momento a un acuerdo con Leguina, y entendía que este último estaba cumpliendo adecuadamente su parte, de modo que mi comportamiento iría en idéntico sentido. Acosta es, o era, una persona de carácter algo fuerte y dado a la irritación y a elevar la voz más de lo conveniente. De todo ello hubo en aquella conversación y en unos términos que a mí me parecieron inaceptables. A partir de aquel momento mi ruptura con el presidente de la federación resultó inevitable.

En una de las reuniones de Acosta con Guerra, a la que asistían otras personas, se habló de mi actuación como secretario general de la FSM y de la necesidad de sustituirme, ya que no parecía  que yo con mi conducta respondiese a lo que Acosta y su gente habían esperado de mí, principalmente en lo que tenía que ver con echar a Leguina de su presidencia. Según contó después alguno de los asistentes, el vicesecretario  se ofreció a ayudarles en aquel propósito. Como suele suceder en este tipo de encuentros, la reunión y sus contenidos se filtraron a los medios de comunicación, entonces siempre atentos a los movimientos internos del PSOE. Entre lo publicado aparecieron también las críticas de Guerra contra González.

Todo aquello resultó demasiado para mi capacidad de aguante y decidí poner el asunto en manos de la dirección federal del partido que, dadas las circunstancias, no podía estar representada más que por el propio secretario general. Además inicié una serie de contactos con el fin de tantear mis apoyos en la FSM. El objetivo consistía en asegurarme de disponer de una mayoría suficiente  para continuar en mi puesto o en caso contrario proceder a dimitir. No era un asunto menor el que el presidente de mi federación se dedicase a conspirar contra mi nada menos que con el vicesecretario general del partido.

Me entrevisté con Felipe González y le puse al corriente de la situación y de mis intenciones de someterme a una moción de confianza en el Comité Regional de la FSM[4] . Mis intenciones le parecieron correctas, pero lo más significativo de la reunión fue la impresión que obtuve de que las cosas marchaban francamente mal entre González y Guerra.

Reforzado por mi visita, continué con mis planes. Gané por amplia mayoría la moción de confianza ante el Comité Regional. Aquello supuso innumerables tensiones que no es oportuno recordar ya que no pertenecen a la parte más brillante de la actividad política. Superada por el momento la situación me integré plenamente en el campo de los ya entonces llamados renovadores, donde pasé a realizar una actividad febril a la que dedicaba la mayor parte de mi tiempo y energías. Los llamados renovadores eran en realidad un conjunto bastante heterogéneo de personas unidas únicamente por su total identificación con González. Los había que llevaban tiempo enfrentados a Guerra y otros, que como yo acababan de incorporarse a esta tarea[5] . La más significativa de las incorporaciones a la renovación fue la de José Bono, que arrastró consigo a toda la federación de Castilla la Mancha. También en Andalucía comenzaban a cambiar las posiciones creando abundantes dificultades al secretario general de entonces Carlos Sanjuan, hombre de absoluta fidelidad a Guerra, quien le había colocado en el puesto en sustitución de Rodríguez de la Borbolla. Por supuesto que este último se unió con entusiasmo a la operación contra su viejo adversario.

La diversidad de orígenes dentro de los renovadores así como algunas diferencias tácticas respecto a como llevar adelante la tarea de derrotar a Guerra hicieron difícil que la operación disfrutara de demasiada coherencia y se echó en falta desde el principio a una persona dotada de la suficiente visión y autoridad para marcar una estrategia común. Esta persona no podía ser el propio González. Entonces se pensaba que a este último había que darle el trabajo hecho, de modo que su posición como presidente del gobierno no se viera comprometida por su implicación directa en los entresijos de la política partidaria. Se trataba en suma de preservar su imagen ante los electores a quienes  no atrae en absoluto los espectáculos de lucha interna de los partidos.

La persona quizá mejor situada en aquel momento para liderar la renovación era José Bono. Tenía en su contra un pasado guerrista que hacía que algunos contemplaran sus movimientos con desconfianza. A pesar de ello intentó desde el primer momento tomar la iniciativa. Estableció frecuentes contactos con Narcís Serra y procedió a convocar a los más destacados renovadores a reuniones en Toledo tomando como pretexto todo tipo de acontecimientos. Particularmente interesante resultó un encuentro al que fuimos citados a comienzos de 1992 con el propósito de apoyar la candidatura de Raimón Obiols a la presidencia de la Generalidad de Cataluña. La pertinencia de realizar aquel acto en Toledo podía ser puesta en duda con alguna razón. Resultaba más que evidente que el propósito de Bono iba algo más lejos de lo expresado en las invitaciones oficiales al acto. Se trataba de hacer una demostración de la fuerza con que los renovadores contaban en ese momento, además de ofrecer una plataforma de apoyo interno al vicepresidente Serra cuyos apoyos fuera de Cataluña eran escasos y que además sufría los duros empellones que los guerristas le proporcionaban desde Ferraz. Sirvió también la convocatoria para hacer oficial ante la opinión pública el distanciamiento definitivo entre Guerra y Bono.

Una de las actuaciones que me correspondió realizar como militante del grupo renovador consistió en tratar de convencer al entonces poderoso Joan Lerma, que mantenía una actitud algo ambigua, para que se uniese a nosotros. Esta tarea me fue encomendada en el transcurso de una cena convocada por Joaquín Leguina y que consistió en una especie de estado mayor de renovadores. Asistimos además del convocador y yo mismo, Javier Solana, Joaquín Almunia, Narcís Serra y José Mª Maravall. De allí salí yo con el encargo de trasladarme a Valencia y entrevistarme con Lerma. Se trataba de persuadir a este último de que Felipe González nos apoyaba y que por tanto la federación valenciana debería alinearse con nuestras posiciones.

El entonces presidente de la Generalidad Valenciana me recibió con la simpatía que siempre me manifestaba y me invitó a comer en su despacho. Lo agradable del encuentro no se tradujo en resultados prácticos. Después de algunos circunloquios  Lerma vino a decirme que el se mantendría a la expectativa, y que si Felipe González deseaba su concurso, le gustaría que se lo pidiese personalmente. Creí también deducir de sus palabras una cierta reticencia a embarcarse en lo que él consideraba una “operación de Pepe Bono” con quien entonces mantenía algunos contenciosos institucionales por causa de trasvases y carreteras. Así pues, el viaje a Valencia resultó agradable pero sin ningún resultado aparente. La impresión que trasmití a mi vuelta fue más bien negativa aunque visto con perspectiva, mi gestión debió surtir algún efecto, ya que un año después Lerma, sin duda movido por el propio González, se alineó abiertamente frente a Alfonso Guerra.
La actuación de las  personas bajo la influencia de Lerma resultó decisiva en alguno de los momentos culminantes del enfrentamiento entre Guerra y González.

Este último no se  sentía a gusto en el trabajo cotidiano con la comisión ejecutiva surgida del congreso anterior en la que predominaban los partidarios de Guerra. Aunque algunos de sus componentes ya habían evolucionado hacia las posturas del secretario general, tal era el caso de Cercas, Paramio y Bono, el grueso de los responsables de área continuaban fieles al vicesecretario. Así pues González decidió buscar un ámbito de dirección política en el que las posturas no le fueran tan adversas. Para ello recurrió a reunirse periódicamente con los secretarios generales de las distintas federaciones. En principio no estaba previsto que asistiesen otros miembros de la comisión ejecutiva federal, aparte del propio González, pero al final y supongo que por rebajar las tensiones que se crearon, Felipe consintió en la asistencia de los responsables de área, que le eran todos adversos excepto Cercas y Paramio.

En la primera de aquellas reuniones se abrió un turno de palabra en el que intervinimos diferentes secretarios generales. Yo, con el grado de imprudencia que entonces me caracterizaba, me lancé a exponer un análisis muy crítico de las posturas que en ese momento sostenía la mayoría de la comisión ejecutiva, es decir de las posiciones de Guerra. Entre otras cosas refute con cierto apasionamiento una de las tesis favoritas del vicesecretario en aquellos días y que consistía en afirmar la existencia de una conspiración organizada por el grupo de comunicación Prisa y por la gran banca (eso decía Guerra) dirigida a derechizar el PSOE por el procedimiento de desestabilizar sus órganos de dirección. Aunque a estas alturas ya se ha visto de todo en materia de operaciones organizadas desde grupos de comunicación, sigo profundamente convencido de que Guerra se equivocaba. Años después tuvimos los socialistas ocasión de sufrir ese tipo de acoso y de un origen bien diferente al que entonces se apuntaba desde el guerrismo. Mi intervención mereció enérgicos cabezazos negativos de Alfonso, que como todo el mundo sabe no suele ser económico con sus gestos. Sus partidarios me aludieron en sus intervenciones en términos algo ácidos y me di cuenta de que para ellos era uno de los principales adversarios a batir.

Paralelamente a los movimientos renovadores aparecieron otras iniciativas que, como suele ocurrir en los partidos cuando se desencadenan conflictos internos, trataron de colocarse en una posición intermedia con el propósito de generar un ambiente, como suele llamarse, de integración. Lo cierto es que quienes forman parte de este tipo de movimientos suelen ser gentes prudentes y algo calculadoras que intentan alzarse hasta posiciones de poder por la circunstancia de ser los que menor rechazo provocan en ambas partes. Uno de los más famosos de estos intentos fue el llamado “grupo de las Navas” porque celebraban sus reuniones en las Navas del Marqués. El desarrollo posterior de los acontecimientos posteriores llevó a los participantes en este intento a posicionarse abiertamente en uno u otro bando.

Las consecuencias del asunto Filesa iban también a afectar al clima interno en el partido. Las prácticas de financiación irregulares que pudieran haber existido eran criticadas sin disimulo por los renovadores que les achacaban, entre otros males, efectos perversos para la democracia interna del partido. Esta tesis fue expuesta en diferentes artículos periodísticos, de los cuales el más famoso resultó uno escrito por Joaquín Leguina, quien venía a sostener que los fondos incontrolados se utilizaban por algunos para financiar rebeliones internas contra aquellos líderes que resultaban incómodos para la línea oficial. Este debate contribuyó a enconar las discusiones internas. Las cosas llegaron al límite cuando en la primavera de 1993, el secretario de organización Benegas hizo pública una carta dirigida a Felipe González en la que le anunciaba su intención de dimitir de su puesto ante lo que el consideraba acoso por parte de los que él denominó “renovadores de la nada”. Se quejaba también Benegas de lo que para el eran intentos por parte de algunos compañeros de cargar las responsabilidades del asunto Filesa solamente sobre una parte de la comisión ejecutiva, precisamente aquella en la que el militaba junto a los demás partidarios de Guerra.

Por otro lado Guerra se sentía cada vez más libre a la hora de analizar críticamente la labor del gobierno. Según él, el Ejecutivo estaba practicando una política que se deslizaba demasiado hacia posiciones derechistas y de este giro culpaba de manera directa a Carlos Solchaga y de modo más solapado al propio Felipe González. Estas actitudes, unidas a la crisis que provocó la carta de Benegas, debieron agotar la paciencia de González. En la primavera de 1993 era ya evidente que la situación no podría prolongarse por más tiempo ya que las tensiones comenzaban a afectar la eficacia de la acción de gobierno.

El secretario general del PSOE convocó una reunión de “notables” a la que asistieron partidarios de Guerra, renovadores y alguno de los del citado “grupo de las Navas”, a los que la prensa llamaba “integradores”. En las discusiones no se llegó a acuerdo alguno manteniéndose todo el mundo en sus posturas iniciales, aunque hay que reconocer que algunos como Chaves o Corcuera intentaron con insistencia evitar la ruptura. Esta quedó simplemente aplazada, pero el Presidente del gobierno a la vista del cariz que tomaban los acontecimientos decidió adelantar en unos meses las elecciones generales. Seguramente González pensaría que el clima de confrontación electoral frente al Partido Popular, entonces en alza, contribuiría a mitigar las tensiones internas. Quizá estuviera en su ánimo la idea de que un nuevo triunfo en las urnas alejaría las críticas que desde dentro del partido comenzaban a realizarse contra la política económica dirigida por Solchaga. Por último quedaría con las manos más libres para configurar un nuevo equipo de gobierno más homogéneo y menos influido por las tensiones partidarias. De todos modos Felipe González no es persona que deje traslucir  sus intenciones así que no me atrevo a ser demasiado categórico sobre cuales fueran sus propósitos a la hora de proponer al Rey la disolución de las Cámaras.

La convocatoria anticipada de elecciones representó el punto de ruptura sin retorno de las relaciones entre Guerra y González. Hasta entonces todas las decisiones de esa naturaleza se habían tomado de común acuerdo entre ambos dirigentes. De hecho, como ya hemos tenido ocasión de ver en otros capítulos, era Guerra quien solía encargarse de analizar los puntos a favor y en contra de cada convocatoria electoral y presentaba estos estudios a González que se basaba habitualmente en ellos para tomar su decisión: Esta vez fue totalmente distinto y los asesoramientos, si es que los hubo, le vinieron al Presidente de otras fuentes muy lejanas a Guerra. 






[1] Como un ejemplo más de lo tornadizo de la política, años después Borrell recibiría el entusiasta apoyo de los guerristas en su disputa electoral interna con Almunia por la secretaria general del PSOE
[2] Un caso singular de enfrentamiento era el de Jorge Semprún. Este antagonismo no tenía efectos políticos internos porque el entonces ministro de cultura no era militante del PSOE, pero resultaba muy llamativo para la opinión pública, ya que Semprún concedía entrevistas periodísticas con declaraciones abiertamente contrarias a Guerra
[3] En estos menesteres Aznar aprendió bien la lección. Por ello cuando la actuación de Álvarez Cascos le resultó incomoda, comenzó por eliminarle de su posición de poder dentro del partido manteniéndolo en el gobierno. Sustituir un ministro le es más fácil al jefe de gobierno que alterar los equilibrios dentro del partido
[4] Para quien no esté muy versado en las complicadas estructuras internas del PSOE, aclararé que el comité regional de una federación es el órgano que controla a la respectiva comisión ejecutiva. Haciendo una analogía, puede decirse que se trata de una especie de parlamento interno elegido por  los afiliados.    

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