lunes, 6 de mayo de 2013


Una reforma siempre pendiente: La Administración Pública

En el programa de gobierno de 1982 ocupaban lugar destacado las propuestas para mejorar el funcionamiento de la Administración Española. Ello era así por diferentes razones: la fundamental consistía en el hecho de que los socialistas nos proponíamos incrementar el número y la calidad de los servicios prestados desde el sector público, con el fin de implantar en España un estado del bienestar que otros países europeos habían desarrollado en años anteriores. Para ello habría que incrementar el gasto público y era necesario disponer de una organización capaz de gestionar estos recursos e integrada por unos funcionarios que actuasen con eficacia.

Por otro lado nuestro futuro ingreso en la Comunidad Europea obligaba a disponer de una función pública que estuviese a la altura de las de los demás países,  tanto en el momento de cerrar las negociaciones de adhesión como posteriormente cuando nos correspondiera trabajar como un miembro más de la Comunidad. Por ultimo, los ciudadanos tenían la percepción de que la Administración Española funcionaba mal, no confiaban en ella y había un acuerdo casi unánime acerca de que era necesario cambiar este estado de cosas.

Cuando llegamos al gobierno se encargó al equipo formado por Javier Moscoso y Francisco Ramos  la tarea de proceder a poner en práctica los programas necesarios para mejorar los grados de eficacia y eficiencia de las diferentes organizaciones públicas. En aquellos momentos no había experiencias de otros países donde inspirarse a la hora de plantear los cambios. Las ideas fuerza que dirigieron las reformas de los años sesenta se habían agotado y todavía no habían surgido las corrientes posteriores en torno a la “nueva gestión pública”. No había pues un cuerpo de doctrina disponible. El equipo de Moscoso y Ramos optó por la profundización en los conceptos que se venían manejando en los años anteriores entre los expertos españoles, principalmente miembros del Cuerpo Superior de Técnicos de la Administración Pública,  y que no se habían puesto en práctica por falta de las condiciones políticas adecuadas. Entre estos proyectos estaba el dirigido a lograr un régimen de personal lo mas uniforme posible para todos los funcionarios, acabando así con las diferencias de trato que recibían los llamados Cuerpos Especiales y que se entendían como injustificados privilegios.

Quiero aclarar que intentaré simplificar todo lo posible las inevitables excursiones  técnicas que tendré que realizar por el terreno siempre árido de la función pública. Para quien no esté particularmente informado sobre este asunto solo indicaré que los cuerpos especiales habían dirigido tradicionalmente la Administración Española, sobre todo en la época del franquismo en donde la ausencia de  libertades democráticas y de partidos políticos los convirtió en los auténticos dueños de ministerios y organismos. Tenían puestos reservados para sus miembros y fijaban y controlaban sus propias condiciones de trabajo. Con la llegada del régimen democrático perdieron mucho de su antiguo poder, pero en 1982 seguían conservando esta capacidad de autorregulación a que me he referido.

Parecía razonable poner en pie un sistema de función pública que hiciese posible que los elegidos por los ciudadanos pudieran dirigir efectivamente las organizaciones públicas. Del mismo modo era preciso implantar un régimen de incompatibilidades que impidiese el disfrute de más de un puesto con cargo a los presupuestos  y el desempeño simultáneo de actividades  que permitiesen aprovechar para beneficio privado la condición de servidor público.

Todo esto parecía muy puesto en razón, pero tropezó desde el principio con algunas dificultades, las más de las cuales procedentes del Ministerio de Economía y Hacienda cuyo alto personal no parecía muy deseoso de implicarse en los cambios previstos. A pesar de ello se consiguieron algunos avances. Existía una buena relación personal entre Francisco Ramos, Secretario de Estado para la Administración Pública y José Borrell Secretario de Estado de Hacienda y esto facilitó el acuerdo entre ambos Ministerios del que salió una Ley que los enterados conocen por su número como la “Ley 30/84”. En este texto se plasmaban los principios de la nueva política de personal: retribución ligada al puesto ocupado y no al cuerpo de pertenencia – o como decía muy gráficamente Borrell “ se cobra por lo que se hace y no por lo que se es “; ausencia de plazas reservadas a los cuerpos; establecimiento de una carrera administrativa otorgando a cada funcionario un grado personal; clasificación de puestos en niveles y necesidad de la posesión de un determinado grado para la ocupación de los puestos de trabajo. Por otra parte la ley pretendía ser de aplicación a todos los colectivos que prestaban servicio en la Administración pública y centralizaba la gestión de personal en los Ministerios de Hacienda y de la Presidencia.

Es evidente que la Ley 30/84 supuso un avance importante y que muchas de sus disposiciones se aplicaron y continúan en vigor. Quizá lo que resultó fallido fue el intento de abarcar demasiadas cosas y todas ellas a la vez. Esto hizo imposible que se pudieran poner en vigor alguna de las materias reguladas por esta norma. En palabras de un estudioso del Derecho Administrativo al valorarla, la Ley 30/1984 contenía las ideas que se habían venido manejando por los expertos desde los años setenta. Lo que a este catedrático le resultaba sorprendente era ver todos estas propuestas “juntas y en el Boletín Oficial del Estado”.

La tramitación parlamentaria del texto legal resulto muy laboriosa. Una gran parte de los diputados, y la mayoría de los de la oposición eran funcionarios públicos. Todo funcionario cree, por definición, ser un experto en las materias que afectan a su carrera, y si es diputado tiende a prestar particular atención a aquellas cuestiones que le afectan personalmente. Así las discusiones fueron tediosas y difíciles. Se intentó un acuerdo con Alianza Popular, lo que hubiera resultado muy beneficioso, pero en última instancia esto no fue posible[1] y las medidas salieron adelante apoyadas únicamente por los votos del Partido Socialista.

El origen de las desventuras de la Ley 30/1984 está, en mi opinión, en el peculiar procedimiento de elaboración que se seguía, y que me temo continua vigente en la Administración Pública española, para la confección de las normas legales. Carecemos de los estudios y análisis previos  que garanticen su aplicabilidad. No disponemos aquí de instrumentos como los libros verdes, o de cualquier otro color, en que el gobierno de turno presenta sus propuestas y espera a haber recibido toda clase de objeciones antes de redactar un proyecto de ley. Tampoco gozamos de la tradición de aplicar las medidas con carácter provisional mediante “experiencias piloto” que permitan valorar el funcionamiento del la norma. Nada de esto era habitual en el procedimiento de elaboración de normas en 1982. Si lo hubiera sido probablemente la Ley hubiera tenido un destino diferente. De todas estas cosas no cabe culpar particularmente al equipo que la elaboró, porque lo cierto es que en todos los ministerios se actuaba de manera semejante. Las técnicas que ahora constituyen el llamado “Análisis de impacto de las normas” eran entonces totalmente desconocidas entre nosotros y mucho me temo que en estos momentos, aún teniendo noticia de ellas, se utilicen escasamente. Las leyes entonces vigentes que regulaban la elaboración de normas  se limitaban a prescribir la necesidad de que estas fueran acompañadas de una memoria que justificase su “acierto y necesidad”. No había ningún desarrollo normativo que precisase  como se determinaba la necesidad ni en que consistía el acierto y que estudios hubiesen de realizarse para garantizar tan razonables características[2] .
Ocurre que la legislación sobre función pública es especialmente sensible a la ausencia de información y la falta de datos previos origina que en muchas ocasiones la norma aprobada sea imposible de cumplir. Esto se hizo patente en la Ley 30/1984 pero también en todas las anteriores. La tradición habitual en España ha consistido en que sucesivas Leyes de Presupuestos suspendiesen año, tras año la vigencia de aquellos preceptos que resultaban inaplicables.

No obstante hay que reconocer que se implantó el nuevo sistema de retribuciones en un plazo relativamente breve. Se clasificaron varias docenas de miles de puestos de trabajo asignando un valor salarial a cada uno de ellos. Aquella rápida operación fue posible porque se implicó en ella a fondo el Ministerio de Economía y Hacienda que disponía de gran cantidad de recursos para dedicar a esta tarea. De este modo, y por primera vez en la historia de nuestra función pública se conocieron los sueldos de los funcionarios, aumentando de este modo la transparencia.

A nuestra llegada al Ministerio para las Administraciones Públicas se habían desarrollado los acontecimientos de tal modo, que no nos fue difícil alcanzar las siguientes conclusiones: primero, que la Ley 30/1984 requería ser reformada para resultar aplicable y segundo, que para mejorar el funcionamiento de los servicios era necesario algo mas que actuar sobre la política de personal.

Hay que explicar que el nombramiento de Almunia y el mío cayeron como una bomba entre los altos funcionarios de la Secretaría de Estado que habían diseñado las primeras reformas. Almunia no era funcionario y en mi caso que sí lo era,  no pertenecía al Cuerpo de Administradores Civiles  del que tradicionalmente solían ser miembros los anteriores secretarios de estado. Podría decirse que se nos recibió con una cierta expectación no libre de bastante aprensión acerca de las ideas que pudiésemos traer con nosotros. A esto se unía el que cuando se produce un cambio de ministro todos los altos cargos quedan en una situación precaria hasta que son mantenidos en su puesto o cesados. Esta era y por desgracia me temo sigue siendo, incluso agravada,  una característica de la Administración Española. Esta inestabilidad ocurre incluso cuando el cambio se produce dentro del mismo partido, porque se supone que el ministro entrante  tendrá sus compromisos o querrá colocar gente de su confianza. La verdad es que tanto en el caso de Almunia como en el mío no teníamos tales urgencias y preferimos esperar hasta conocer como funcionaban las cosas. Por tanto y como se dice en la jerga administrativa “confirmamos” a los Directores Generales y yo les hice, a los que de mí dependían grandes ponderaciones sobre su profesionalidad y los buenos resultados que de ellos se esperaban, lo que les hizo sentirse muy aliviados. Hago notar que prácticamente ninguno de ellos tenía especial significación política ni estaba afiliado al Partido Socialista.

Mi primera preocupación consistió, como ya he apuntado, en tratar de buscar remedio a los problemas detectados. Enseguida se puso en marcha la solución para resolver los problemas prácticos de la Ley 30/1984. El remedio  consistió en la elaboración de un nuevo texto que derogaba aquellas cuestiones de imposible cumplimiento y flexibilizaba el modo de proveer de puestos de trabajo.

Por lo que se refiere a la mejora en el funcionamiento de los servicios, me esforcé en reunir la mayor cantidad de información posible sobre la marcha de los mismos para de este modo, conocidas las causas de los problemas poder actuar para resolverlos. Estaba yo convencido de que constituía un grave error plantear las reformas como si se tratase de una operación global a realizar de una sola vez y cuya aplicación haría desaparecer los inconvenientes como por encanto. En lugar de eso decidí analizar algunas áreas concretas de acción administrativa, precisamente aquellas que tenían más incidencia en las prestaciones y servicios demandados por los ciudadanos.

De estas reflexiones  a las que colaboró con entusiasmo Javier Valero, Director de la Inspección de Servicios, surgieron las llamadas Inspecciones Operativas de Servicios o IOS. Las IOS consistían en analizar, conjuntamente con los funcionarios responsables, los procedimientos utilizados. Se medían los tiempos empleados en resolver los asuntos, se evaluaban costes y se proponían cambios que mejorasen ambas cuestiones. Intentábamos algo parecido a lo que luego se ha llamado re-ingeniería de los procesos. En nuestro trabajo sufrimos algunas limitaciones y no pocas interferencias. Los Interventores de Hacienda defendían celosamente las parcelas de su competencia y consideraban una intolerable invasión de las mismas el hecho de que otros funcionarios pretendieran conocer el coste de la prestación de los diferentes servicios. Podría escribir páginas y páginas sobre las interminables discusiones y pérdidas de tiempo que hube de soportar por todas estas luchas burocráticas. A mí me era absolutamente indiferente    que Cuerpo realizase las tareas con tal de que éstas efectivamente se ejecutasen. Con todo, conseguimos realizar un buen número de IOS y muchas de ellas sirvieron para que los ministerios y servicios afectados mejoraran sus modos de actuar, simplificando el papeleo y reduciendo considerablemente los tiempos empleados en resolver los expedientes.

Buscamos también información sobre las actividades que se estaban llevando a la práctica en otros países en materia de reformas administrativas. En aquellos años comenzaban a ensayarse programas inspirados en las ideas  que han dado lugar años después a la llamada “Teoría de la Nueva Gestión Pública”[3]. Estas actuaciones  tenían como propósito dar respuesta a las ineficacias detectadas en el funcionamiento del sector público con el objetivo final de reducir el gasto. El país mas avanzado en la materia era entonces en Europa Gran Bretaña, que había puesto en marcha un ambicioso proyecto de cambio administrativo impulsado directamente por la ministra Margaret Thatcher. Esto último no era precisamente una buena tarjeta de visita para tratar de aplicar aquellas ideas en España. El conservadurismo británico era para nosotros, los socialistas españoles, una especie de “bestia negra” de la que era necesario alejarse lo más posible.

Sin embargo las ideas de la Nueva Gestión Pública en que se fundamentaban las reformas conservadoras tenían la virtualidad de que podían ser utilizadas con cualquier propósito político. Reducir el coste en la prestación de los servicios podía implicar o bien proporcionar los mismos servicios empleando menos recursos, o bien con idéntico gasto suministrar más y mejores prestaciones. Ni que decir tiene que este último era el enfoque que podía ser válido para España en aquellos momentos. Además se daba la circunstancia de que los socialdemócratas suecos también aplicaban desde su gobierno las técnicas de la Nueva Gestión Pública lo cual compensaba la mala prensa que le proporcionaban sus antecedentes “thatcherianos”.

A mí estas prácticas me parecían aplicables a nuestra realidad administrativa  aunque era bien consciente de las dificultades que ello encerraba. La mayor parte de nuestros altos funcionarios tenían una excelente formación en Derecho Administrativo – una gran mayoría licenciados en derecho – y todo lo que suene a gestión privada les producía aprensión y su primera reacción era considerarlo de escasa  aplicación al ámbito de lo público. Este era el ambiente general con el que yo tropecé con alguna que otra excepción.

Para facilitar el arraigo de las nuevas ideas hube de realizar un cambio en mi equipo,  incorporando a Angel Martín Acebes, quien por su talante gestor y su formación como economista, era partidario de los nuevos modos de actuar.
Iniciamos el proceso de cambio trazando un plan que consistía en dedicar un periodo de tiempo a la reflexión y a la elaboración de propuestas de cambio. Una vez que hubimos alcanzado un acuerdo entre mis colaboradores, procedimos a plasmar en un documento las conclusiones resultantes con la pretensión de difundirlas lo mas ampliamente posible entre los directores y subdirectores generales,  a los que comenzábamos a llamar “directivos públicos”.   Nuestro propósito consistía conocer sus opiniones e incorporar sus observaciones. Tras este proceso vendría la redacción final de un conjunto de propuestas de cambio que serían presentadas a los sindicatos, asociaciones profesionales y de consumidores y partidos políticos, es decir a lo que en inglés se denomina “stakeholders” y que en castellano puede designarse con la tradicional expresión de “los interesados”. La intención era obtener el máximo consenso posible que arrojase como resultado que los cambios fueran apoyados por el mayor número de sectores. Junto a este  soporte queríamos suscitar un debate público sobre estas materias que contribuyese  a acercar el conocimiento de  la Administración a los ciudadanos. Una vez alcanzados estos objetivos, sería el momento de comenzar a poner en practica programas de cambio en sectores estratégicos que sirviesen de ejemplo y demostrasen que, en efecto, la aplicación de las nuevas ideas podía conducir a resultados positivos.

Se elaboró un trabajo que titulamos “Reflexiones para la modernización de la Administración”. Iniciamos su difusión con unas jornadas para presentar las nuevas propuestas a todos los subsecretarios y secretarios de estado. Los convocamos a todos en el castillo de Las Navas del Marqués en la provincia de Avila y tuvimos un éxito de asistencia muy notable. Intervinimos presentando el documento el ministro Almunia y yo mismo realizando consideraciones generales sobre la oportunidad de planteado y las grandes líneas de su contenido. Después, los directores generales de mi equipo explicaron con detalle los diferentes capítulos. A pesar de algunos nervios iniciales las cosas se desarrollaron a plena satisfacción. Las conclusiones de los asistentes resaltaron el interés que les merecían nuestras ideas y propuestas, y la necesidad de seguir profundizando en las mismas.

El apoyo, no obstante, no fue uniforme. Aquellos que tenían responsabilidades de gestión y que eran conscientes de no ejercitar ésta con toda la eficacia necesaria, fueron los mas decididos partidarios. Por lo que se refiere al importante Ministerio de Economía y Hacienda, existía una clara división de opiniones. Los responsables de la gestión de los impuestos eran abiertamente favorables, mientras que los que dirigían el control interno o  la elaboración de los Presupuestos Generales del Estado se mostraron  bastante reticentes. Tomamos cuidadosa nota de todo lo que allí se dijo y sucedió y procuramos por todos los medios ganar adeptos para las nuevas ideas en las reuniones informales que mantuvimos durante el fin de semana con los participantes. Aquellos que se manifestaban más accesibles y comprensivos, quedaron automáticamente clasificados como clientes para futuras experiencias piloto de reforma.

Una vez dado este paso decidimos presentar el documento a los aproximadamente  trescientos directores generales de la Administración a los gobernadores y delegados del gobierno y a los consejeros de las comunidades autónomas. Puede decirse que todos los viernes durante varios meses actuábamos ante un público diferente. Yo asistí a todas las reuniones, con lo que llegue  a aprenderme el contenido de las intervenciones de mis directores casi de memoria. Sabía perfectamente el momento en que emplearían determinados efectos  que parecían improvisados y que sin embargo llevaban tras de sí muchas horas de trabajo.

Uno de los encuentros más interesantes fue el que celebramos con los diputados de la Comisión de Administraciones Públicas. Quedaron muy extrañados cuando les propusimos celebrar el encuentro, ya que no eran habituales por entonces este tipo de sesiones informativas fuera de las constricciones del Reglamento de la Cámara. Nosotros pretendíamos que nuestros proyectos de modernización concitasen el más amplio apoyo posible y sobre todo que quedasen despojados de todo matiz partidista. Tengo que reconocer honradamente que en esto último tuvimos muy poco éxito. Los diputados de Alianza Popular carecían de ideas definidas acerca de cómo convenía actuar para mejorar el funcionamiento de los servicios públicos. De hecho  solo manejaban dos ideas en sus críticas. Una de ellas tenía que ver con la eterna polémica sobre el modo de cubrir los puestos en las administraciones. Según la normativa vigente, esto podía hacerse o por concurso o por libre designación, todo ello entre personas que tenían necesariamente que gozar de la condición de funcionarios. Alianza Popular manejaba esta cuestión con una cierta mala fe dejando entrever que los socialistas utilizábamos el procedimiento de libre designación para colocar a nuestros amigos políticos e insinuando que todo aquello era un modo de practicar el clientelismo.

Nosotros nos desgañitábamos negando en absoluto la veracidad de tales imputaciones  afirmando que todos los nombramientos se producían a favor de funcionarios en ejercicio e ingresados por oposición, y que por otra parte estábamos utilizando el procedimiento del concurso en una proporción mucho mayor que en cualquier otra época.

Otro de los asuntos que parecía preocupar enormemente a los populares era la supuesta inflación de altos cargos que se había producido desde el advenimiento del gobierno socialista. Tampoco en esto tenía razón la oposición. El pretendido aumento tenia origen en la aplicación del nuevo sistema de retribuciones y lo que el Partido Popular consideraba como altos cargos no eran otra cosa que altos funcionarios de carrera que habían ajustado sus retribuciones en función del puesto ocupado. Esta circunstancia había traído consigo algunos reajustes orgánicos con el fin de evitar mermas salariales importantes.

Tengo que señalar, no sin cierta interna satisfacción que el Partido Popular, cuando llego al gobierno, no solo no resolvió estos pretendidos defectos sino más bien todo lo contrario. Aumentó el número de los nombrados por libre designación utilizando este procedimiento para purgar a excelentes profesionales cuyo único pecado había consistido en actuar, cumpliendo con la Constitución, asistiendo al gobierno democráticamente elegido. En su lugar fueron colocados funcionarios en buena sintonía política con los populares. En cuanto a los altos cargos, no solo fue abandonada la absurda promesa electoral de reducir su número en cinco mil, sino que fueron creados varios cientos más. El entonces  ministro del ramo, Rajoy, hubo de reconocer abiertamente que se habían equivocado cuando estaban en la oposición. Equivocados o no es el caso que la actitud de AP impidió cualquier tipo de consenso entre los partidos orientado a mejorar el funcionamiento administrativo lo cual sin duda constituyó u error notable. Disponer de una administración moderna y eficaz es uno de esos empeños que forman parte de lo que suele llamarse política de Estado. Este es el único modo de evitar que los puestos públicos se conviertan en patrimonio privado de los partidos de turno, lo que independientemente de producir efectos perniciosos en la moral general del país impide la debida continuidad de los trabajos iniciados, que deben partir de cero con cada cambio de gobierno.
Además de las presentaciones del documento, realizamos un estudio Delphi para averiguar los puntos de vista  de mas de doscientos expertos en gestión pública. Las conclusiones de este estudio fueron muy bien recibidas, y pasados los años lo he visto citado en varios artículos publicados fuera de España.[4]
Una vez realizadas todas las reuniones y recogidos los puntos de vista que se expresaron en ellas, procedimos a la publicación de un documento que recogía una versión enriquecida de las propuestas originales. Este texto aunque no tenía carácter definitivo, constituía un punto de partida con un elevado grado de elaboración para respaldar el inicio de las actividades de modernización.

Decidimos comenzar los trabajos mediante la aplicación de los principios modernizadores a casos concretos y puntuales de modo que las experiencias obtenidas pudiesen servir de ejemplo e hicieran posible un desarrollo posterior que abarcase la mayor parte de los organismos públicos. Una parte muy importante de nuestra filosofía consistía en dotar a los gestores de la independencia suficiente para que pudieran cumplir con sus objetivos. Para ello tanto el Ministerio de Hacienda como el de Administraciones Públicas debíamos renunciar a algunas de nuestras competencias de control y poner su ejecución en manos de los directivos de los organismos descentralizados. Esta pérdida de intervenciones burocráticas despertó algunas reticencias, pero  se aceptó por parte del Ministerio de Hacienda  en determinados casos. De ellos el más importante se tradujo en la creación de la Agencia Tributaria. Del mismo modo se llegó a un acuerdo para aplicar las técnicas modernizadoras a las áreas de Correos y Turismo.

A pesar de este apoyo parcial, el avance en la dirección de la “Nueva Gestión Pública”  se enfrentaba a  grandes dificultades por la gran resistencia que apareció a la hora de transferir competencias a los gestores. Tantas fueron estas trabas y tan significativos los retrasos que Juan Manuel Eguiagaray que sustituyó a Joaquín Almunia como Ministro para las Administraciones Públicas decidió cambiar el enfoque de las reformas  concentrando el esfuerzo modernizador más en la mejora de procedimientos particulares que en los cambios en los mecanismos de gestión de los recursos humanos o financieros. Aunque se consiguieron algunas mejoras interesantes en el funcionamiento de determinados servicios,  los programas perdieron impulso y terminaron agotándose.

Merece la pena dedicar un poco de tiempo a explorar las razones por las cuales unas ideas, con las que todo el mundo estaba teóricamente de acuerdo tuvieron un éxito tan relativo, por decirlo de una manera suave. Para ello hay que fijar la atención en dos circunstancias. La primera fue la aparición de los escándalos de corrupción administrativa en la contratación de obras, especialmente los episodios protagonizados por el entonces Director General de la Guardia Civil Luis Roldán. Estos hechos dieron lugar a la aprobación de una nueva normativa sobre contratos centrada sobre todo en impedir cualquier posible mal uso de los fondos públicos aún a costa de introducir un gran número de rigideces formales del todo contrarias a los principios modernizadores. En segundo lugar el proceso de cambio no recibió todo el apoyo político necesario desde las altas instancias del gobierno. La verdad es que en aquellos años éstas comenzaban a estar inmersas en problemas harto mas acuciadores: huelga general del 14 de diciembre de 1988, corrupción administrativa y la pretensión de achacar al gobierno la responsabilidad por  las acciones de guerra sucia contra ETA llevadas a cabo años atrás. Todo ello impidió la necesaria dedicación a una tarea de gestión que por su carácter de normal y rutinaria resultaba bastante insólita en aquellos difíciles tiempos a los que me referiré en capítulos posteriores.

De este modo se disolvió el ímpetu inicial de los cambios propuestos. Lo cierto es que a pesar de que en España pasó casi desapercibido, la mayoría de los países de la OCDE emprendieron reformas en la línea de los contenidos del documento “Reflexiones para la modernización de la Administración” cuyas ideas pueden equipararse a lo que posteriormente se ha definido como un nuevo paradigma de la gestión de los asuntos públicos. Nosotros en ningún momento fuimos conscientes de estar participando en una operación de tan enorme trascendencia, pero si pensábamos, y en mi caso mantengo  la misma opinión, que de la aplicación de aquellos principios podían surgir soluciones para alguno de los problemas de ineficacia administrativa  que todavía a comienzos del siglo XXI sigue arrastrando nuestra gestión pública.
No puedo evitar sentir una cierta nostalgia cuando examino artículos escritos por estudiosos de otros países y encuentro referencias al intento que emprendimos en España y que aparece citado con alguna frecuencia. Considero que aquella fue una ocasión perdida que algún día deberíamos intentar llevar  a buen fin.














[1] A pesar de los esfuerzos que realizaron Justo Zambrana por el PSOE y Miguel Herrero por AP
[2] Por cierto que el  posterior gobierno del PP desperdició una magnífica ocasión de modernizar el proceso de elaboración de normas, limitándose en la nueva Ley que hizo aprobar, a repetir prácticamente lo expresado por la añeja Ley de Procedimiento Administrativo
[3] Conocida por la expresión inglesa “New Public Management”
[4] Los documentos elaborados por el posterior gobierno del PP hicieron frecuente uso de las conclusiones de este estudio

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