Una
reforma siempre pendiente: La Administración Pública
En el programa de gobierno de
1982 ocupaban lugar destacado las propuestas para mejorar el funcionamiento de la Administración
Española. Ello era así por diferentes razones: la fundamental
consistía en el hecho de que los socialistas nos proponíamos incrementar el
número y la calidad de los servicios prestados desde el sector público, con el
fin de implantar en España un estado del bienestar que otros países europeos
habían desarrollado en años anteriores. Para ello habría que incrementar el
gasto público y era necesario disponer de una organización capaz de gestionar
estos recursos e integrada por unos funcionarios que actuasen con eficacia.
Por otro lado nuestro futuro
ingreso en la
Comunidad Europea obligaba a disponer de una función pública
que estuviese a la altura de las de los demás países, tanto en el momento de cerrar las
negociaciones de adhesión como posteriormente cuando nos correspondiera
trabajar como un miembro más de la Comunidad. Por ultimo, los ciudadanos tenían la
percepción de que la
Administración Española funcionaba mal, no confiaban en ella
y había un acuerdo casi unánime acerca de que era necesario cambiar este estado
de cosas.
Cuando llegamos al gobierno se
encargó al equipo formado por Javier Moscoso y Francisco Ramos la tarea de proceder a poner en práctica los
programas necesarios para mejorar los grados de eficacia y eficiencia de las
diferentes organizaciones públicas. En aquellos momentos no había experiencias
de otros países donde inspirarse a la hora de plantear los cambios. Las ideas
fuerza que dirigieron las reformas de los años sesenta se habían agotado y
todavía no habían surgido las corrientes posteriores en torno a la “nueva
gestión pública”. No había pues un cuerpo de doctrina disponible. El equipo de
Moscoso y Ramos optó por la profundización en los conceptos que se venían
manejando en los años anteriores entre los expertos españoles, principalmente
miembros del Cuerpo Superior de Técnicos de la Administración Pública , y que no se habían puesto en práctica por
falta de las condiciones políticas adecuadas. Entre estos proyectos estaba el
dirigido a lograr un régimen de personal lo mas uniforme posible para todos los
funcionarios, acabando así con las diferencias de trato que recibían los
llamados Cuerpos Especiales y que se entendían como injustificados privilegios.
Quiero aclarar que intentaré
simplificar todo lo posible las inevitables excursiones técnicas que tendré que realizar por el
terreno siempre árido de la función pública. Para quien no esté particularmente
informado sobre este asunto solo indicaré que los cuerpos especiales habían
dirigido tradicionalmente la Administración Española , sobre todo en la época
del franquismo en donde la ausencia de
libertades democráticas y de partidos políticos los convirtió en los
auténticos dueños de ministerios y organismos. Tenían puestos reservados para
sus miembros y fijaban y controlaban sus propias condiciones de trabajo. Con la
llegada del régimen democrático perdieron mucho de su antiguo poder, pero en
1982 seguían conservando esta capacidad de autorregulación a que me he
referido.
Parecía razonable poner en pie un
sistema de función pública que hiciese posible que los elegidos por los
ciudadanos pudieran dirigir efectivamente las organizaciones públicas. Del
mismo modo era preciso implantar un régimen de incompatibilidades que impidiese
el disfrute de más de un puesto con cargo a los presupuestos y el desempeño simultáneo de actividades que permitiesen aprovechar para beneficio
privado la condición de servidor público.
Todo esto parecía muy puesto en
razón, pero tropezó desde el principio con algunas dificultades, las más de las
cuales procedentes del Ministerio de Economía y Hacienda cuyo alto personal no
parecía muy deseoso de implicarse en los cambios previstos. A pesar de ello se
consiguieron algunos avances. Existía una buena relación personal entre
Francisco Ramos, Secretario de Estado para la Administración Pública
y José Borrell Secretario de Estado de Hacienda y esto facilitó el acuerdo
entre ambos Ministerios del que salió una Ley que los enterados conocen por su
número como la “Ley
30/84”. En este texto se plasmaban los principios de la nueva política de
personal: retribución ligada al puesto ocupado y no al cuerpo de pertenencia –
o como decía muy gráficamente Borrell “ se cobra por lo que se hace y no por lo
que se es “; ausencia de plazas reservadas a los cuerpos; establecimiento de
una carrera administrativa otorgando a cada funcionario un grado personal;
clasificación de puestos en niveles y necesidad de la posesión de un
determinado grado para la ocupación de los puestos de trabajo. Por otra parte
la ley pretendía ser de aplicación a todos los colectivos que prestaban
servicio en la Administración pública y centralizaba la gestión de personal en
los Ministerios de Hacienda y de la Presidencia.
Es evidente que la Ley 30/84
supuso un avance importante y que muchas de sus disposiciones se aplicaron y
continúan en vigor. Quizá lo que resultó fallido fue el intento de abarcar
demasiadas cosas y todas ellas a la vez. Esto hizo imposible que se pudieran poner en
vigor alguna de las materias reguladas por esta norma. En palabras de un
estudioso del Derecho Administrativo al valorarla, la Ley 30/1984 contenía las
ideas que se habían venido manejando por los expertos desde los años setenta.
Lo que a este catedrático le resultaba sorprendente era ver todos estas
propuestas “juntas y en el Boletín Oficial del Estado”.
La tramitación parlamentaria del
texto legal resulto muy laboriosa. Una gran parte de los diputados, y la
mayoría de los de la oposición eran funcionarios públicos. Todo funcionario
cree, por definición, ser un experto en las materias que afectan a su carrera,
y si es diputado tiende a prestar particular atención a aquellas cuestiones que
le afectan personalmente. Así las discusiones fueron tediosas y difíciles. Se
intentó un acuerdo con Alianza Popular, lo que hubiera resultado muy
beneficioso, pero en última instancia esto no fue posible[1]
y las medidas salieron adelante apoyadas únicamente por los votos del Partido
Socialista.
El origen de las desventuras de
la Ley 30/1984 está, en mi opinión, en el peculiar procedimiento de elaboración
que se seguía, y que me temo continua vigente en la Administración Pública
española, para la confección de las normas legales. Carecemos de los estudios y
análisis previos que garanticen su
aplicabilidad. No disponemos aquí de instrumentos como los libros verdes, o de
cualquier otro color, en que el gobierno de turno presenta sus propuestas y
espera a haber recibido toda clase de objeciones antes de redactar un proyecto
de ley. Tampoco gozamos de la tradición de aplicar las medidas con carácter
provisional mediante “experiencias piloto” que permitan valorar el
funcionamiento del la
norma. Nada de esto era habitual en el procedimiento de
elaboración de normas en 1982. Si lo hubiera sido probablemente la Ley hubiera
tenido un destino diferente. De todas estas cosas no cabe culpar
particularmente al equipo que la elaboró, porque lo cierto es que en todos los
ministerios se actuaba de manera semejante. Las técnicas que ahora constituyen
el llamado “Análisis de impacto de las normas” eran entonces totalmente
desconocidas entre nosotros y mucho me temo que en estos momentos, aún teniendo
noticia de ellas, se utilicen escasamente. Las leyes entonces vigentes que
regulaban la elaboración de normas se
limitaban a prescribir la necesidad de que estas fueran acompañadas de una
memoria que justificase su “acierto y necesidad”. No había ningún desarrollo
normativo que precisase como se
determinaba la necesidad ni en que consistía el acierto y que estudios hubiesen
de realizarse para garantizar tan razonables características[2]
.
Ocurre que la legislación sobre
función pública es especialmente sensible a la ausencia de información y la
falta de datos previos origina que en muchas ocasiones la norma aprobada sea
imposible de cumplir. Esto se hizo patente en la Ley 30/1984 pero también en
todas las anteriores. La tradición habitual en España ha consistido en que
sucesivas Leyes de Presupuestos suspendiesen año, tras año la vigencia de
aquellos preceptos que resultaban inaplicables.
No obstante hay que reconocer que
se implantó el nuevo sistema de retribuciones en un plazo relativamente breve.
Se clasificaron varias docenas de miles de puestos de trabajo asignando un
valor salarial a cada uno de ellos. Aquella rápida operación fue posible porque
se implicó en ella a fondo el Ministerio de Economía y Hacienda que disponía de
gran cantidad de recursos para dedicar a esta tarea. De este modo, y por
primera vez en la historia de nuestra función pública se conocieron los sueldos
de los funcionarios, aumentando de este modo la transparencia.
A nuestra llegada al Ministerio
para las Administraciones Públicas se habían desarrollado los acontecimientos
de tal modo, que no nos fue difícil alcanzar las siguientes conclusiones:
primero, que la Ley 30/1984 requería ser reformada para resultar aplicable y
segundo, que para mejorar el funcionamiento de los servicios era necesario algo
mas que actuar sobre la política de personal.
Hay que explicar que el
nombramiento de Almunia y el mío cayeron como una bomba entre los altos
funcionarios de la Secretaría de Estado que habían diseñado las primeras
reformas. Almunia no era funcionario y en mi caso que sí lo era, no pertenecía al Cuerpo de Administradores
Civiles del que tradicionalmente solían
ser miembros los anteriores secretarios de estado. Podría decirse que se nos
recibió con una cierta expectación no libre de bastante aprensión acerca de las
ideas que pudiésemos traer con nosotros. A esto se unía el que cuando se
produce un cambio de ministro todos los altos cargos quedan en una situación
precaria hasta que son mantenidos en su puesto o cesados. Esta era y por
desgracia me temo sigue siendo, incluso agravada, una característica de la Administración
Española. Esta inestabilidad ocurre incluso cuando el cambio
se produce dentro del mismo partido, porque se supone que el ministro
entrante tendrá sus compromisos o querrá
colocar gente de su confianza. La verdad es que tanto en el caso de Almunia
como en el mío no teníamos tales urgencias y preferimos esperar hasta conocer
como funcionaban las cosas. Por tanto y como se dice en la jerga administrativa
“confirmamos” a los Directores Generales y yo les hice, a los que de mí
dependían grandes ponderaciones sobre su profesionalidad y los buenos
resultados que de ellos se esperaban, lo que les hizo sentirse muy aliviados.
Hago notar que prácticamente ninguno de ellos tenía especial significación
política ni estaba afiliado al Partido Socialista.
Mi primera preocupación
consistió, como ya he apuntado, en tratar de buscar remedio a los problemas
detectados. Enseguida se puso en marcha la solución para resolver los problemas
prácticos de la Ley 30/1984. El remedio consistió
en la elaboración de un nuevo texto que derogaba aquellas cuestiones de
imposible cumplimiento y flexibilizaba el modo de proveer de puestos de
trabajo.
Por lo que se refiere a la mejora
en el funcionamiento de los servicios, me esforcé en reunir la mayor cantidad
de información posible sobre la marcha de los mismos para de este modo,
conocidas las causas de los problemas poder actuar para resolverlos. Estaba yo
convencido de que constituía un grave error plantear las reformas como si se
tratase de una operación global a realizar de una sola vez y cuya aplicación
haría desaparecer los inconvenientes como por encanto. En lugar de eso decidí
analizar algunas áreas concretas de acción administrativa, precisamente
aquellas que tenían más incidencia en las prestaciones y servicios demandados
por los ciudadanos.
De estas reflexiones a las que colaboró con entusiasmo Javier
Valero, Director de la Inspección de Servicios, surgieron las llamadas
Inspecciones Operativas de Servicios o IOS. Las IOS consistían en analizar,
conjuntamente con los funcionarios responsables, los procedimientos utilizados.
Se medían los tiempos empleados en resolver los asuntos, se evaluaban costes y
se proponían cambios que mejorasen ambas cuestiones. Intentábamos algo parecido
a lo que luego se ha llamado re-ingeniería de los procesos. En nuestro trabajo
sufrimos algunas limitaciones y no pocas interferencias. Los Interventores de
Hacienda defendían celosamente las parcelas de su competencia y consideraban
una intolerable invasión de las mismas el hecho de que otros funcionarios
pretendieran conocer el coste de la prestación de los diferentes servicios.
Podría escribir páginas y páginas sobre las interminables discusiones y
pérdidas de tiempo que hube de soportar por todas estas luchas burocráticas. A
mí me era absolutamente indiferente que
Cuerpo realizase las tareas con tal de que éstas efectivamente se ejecutasen.
Con todo, conseguimos realizar un buen número de IOS y muchas de ellas
sirvieron para que los ministerios y servicios afectados mejoraran sus modos de
actuar, simplificando el papeleo y reduciendo considerablemente los tiempos
empleados en resolver los expedientes.
Buscamos también información
sobre las actividades que se estaban llevando a la práctica en otros países en
materia de reformas administrativas. En aquellos años comenzaban a ensayarse
programas inspirados en las ideas que
han dado lugar años después a la llamada “Teoría de la Nueva Gestión Pública”[3].
Estas actuaciones tenían como propósito
dar respuesta a las ineficacias detectadas en el funcionamiento del sector
público con el objetivo final de reducir el gasto. El país mas avanzado en la
materia era entonces en Europa Gran Bretaña, que había puesto en marcha un
ambicioso proyecto de cambio administrativo impulsado directamente por la ministra Margaret
Thatcher. Esto último no era precisamente una buena tarjeta
de visita para tratar de aplicar aquellas ideas en España. El conservadurismo
británico era para nosotros, los socialistas españoles, una especie de “bestia
negra” de la que era necesario alejarse lo más posible.
Sin embargo las ideas de la Nueva Gestión Pública
en que se fundamentaban las reformas conservadoras tenían la virtualidad de que
podían ser utilizadas con cualquier propósito político. Reducir el coste en la
prestación de los servicios podía implicar o bien proporcionar los mismos
servicios empleando menos recursos, o bien con idéntico gasto suministrar más y
mejores prestaciones. Ni que decir tiene que este último era el enfoque que podía
ser válido para España en aquellos momentos. Además se daba la circunstancia de
que los socialdemócratas suecos también aplicaban desde su gobierno las
técnicas de la
Nueva Gestión Pública lo cual compensaba la mala prensa que
le proporcionaban sus antecedentes “thatcherianos”.
A mí estas prácticas me parecían
aplicables a nuestra realidad administrativa
aunque era bien consciente de las dificultades que ello encerraba. La
mayor parte de nuestros altos funcionarios tenían una excelente formación en
Derecho Administrativo – una gran mayoría licenciados en derecho – y todo lo
que suene a gestión privada les producía aprensión y su primera reacción era
considerarlo de escasa aplicación al
ámbito de lo público. Este era el ambiente general con el que yo tropecé con
alguna que otra excepción.
Para facilitar el arraigo de las
nuevas ideas hube de realizar un cambio en mi equipo, incorporando a Angel Martín Acebes, quien por
su talante gestor y su formación como economista, era partidario de los nuevos
modos de actuar.
Iniciamos el proceso de cambio
trazando un plan que consistía en dedicar un periodo de tiempo a la reflexión y
a la elaboración de propuestas de cambio. Una vez que hubimos alcanzado un
acuerdo entre mis colaboradores, procedimos a plasmar en un documento las
conclusiones resultantes con la pretensión de difundirlas lo mas ampliamente
posible entre los directores y subdirectores generales, a los que comenzábamos a llamar “directivos
públicos”. Nuestro propósito consistía
conocer sus opiniones e incorporar sus observaciones. Tras este proceso vendría
la redacción final de un conjunto de propuestas de cambio que serían
presentadas a los sindicatos, asociaciones profesionales y de consumidores y
partidos políticos, es decir a lo que en inglés se denomina “stakeholders” y
que en castellano puede designarse con la tradicional expresión de “los
interesados”. La intención era obtener el máximo consenso posible que arrojase
como resultado que los cambios fueran apoyados por el mayor número de sectores.
Junto a este soporte queríamos suscitar
un debate público sobre estas materias que contribuyese a acercar el conocimiento de la Administración a los ciudadanos. Una vez
alcanzados estos objetivos, sería el momento de comenzar a poner en practica
programas de cambio en sectores estratégicos que sirviesen de ejemplo y
demostrasen que, en efecto, la aplicación de las nuevas ideas podía conducir a
resultados positivos.
Se elaboró un trabajo que
titulamos “Reflexiones para la modernización de la Administración”. Iniciamos
su difusión con unas jornadas para presentar las nuevas propuestas a todos los
subsecretarios y secretarios de estado. Los convocamos a todos en el castillo
de Las Navas del Marqués en la provincia de Avila y tuvimos un éxito de asistencia
muy notable. Intervinimos presentando el documento el ministro Almunia y yo
mismo realizando consideraciones generales sobre la oportunidad de planteado y
las grandes líneas de su contenido. Después, los directores generales de mi
equipo explicaron con detalle los diferentes capítulos. A pesar de algunos
nervios iniciales las cosas se desarrollaron a plena satisfacción. Las
conclusiones de los asistentes resaltaron el interés que les merecían nuestras
ideas y propuestas, y la necesidad de seguir profundizando en las mismas.
El apoyo, no obstante, no fue
uniforme. Aquellos que tenían responsabilidades de gestión y que eran
conscientes de no ejercitar ésta con toda la eficacia necesaria, fueron los mas
decididos partidarios. Por lo que se refiere al importante Ministerio de
Economía y Hacienda, existía una clara división de opiniones. Los responsables
de la gestión de los impuestos eran abiertamente favorables, mientras que los
que dirigían el control interno o la elaboración
de los Presupuestos Generales del Estado se mostraron bastante reticentes. Tomamos cuidadosa nota
de todo lo que allí se dijo y sucedió y procuramos por todos los medios ganar
adeptos para las nuevas ideas en las reuniones informales que mantuvimos
durante el fin de semana con los participantes. Aquellos que se manifestaban
más accesibles y comprensivos, quedaron automáticamente clasificados como
clientes para futuras experiencias piloto de reforma.
Una vez dado este paso decidimos
presentar el documento a los aproximadamente
trescientos directores generales de la Administración a los gobernadores
y delegados del gobierno y a los consejeros de las comunidades autónomas. Puede
decirse que todos los viernes durante varios meses actuábamos ante un público
diferente. Yo asistí a todas las reuniones, con lo que llegue a aprenderme el contenido de las
intervenciones de mis directores casi de memoria. Sabía perfectamente el
momento en que emplearían determinados efectos
que parecían improvisados y que sin embargo llevaban tras de sí muchas horas
de trabajo.
Uno de los encuentros más
interesantes fue el que celebramos con los diputados de la Comisión de
Administraciones Públicas. Quedaron muy extrañados cuando les propusimos
celebrar el encuentro, ya que no eran habituales por entonces este tipo de
sesiones informativas fuera de las constricciones del Reglamento de la Cámara. Nosotros
pretendíamos que nuestros proyectos de modernización concitasen el más amplio
apoyo posible y sobre todo que quedasen despojados de todo matiz partidista.
Tengo que reconocer honradamente que en esto último tuvimos muy poco éxito. Los
diputados de Alianza Popular carecían de ideas definidas acerca de cómo
convenía actuar para mejorar el funcionamiento de los servicios públicos. De
hecho solo manejaban dos ideas en sus
críticas. Una de ellas tenía que ver con la eterna polémica sobre el modo de
cubrir los puestos en las administraciones. Según la normativa vigente, esto
podía hacerse o por concurso o por libre designación, todo ello entre personas
que tenían necesariamente que gozar de la condición de funcionarios. Alianza
Popular manejaba esta cuestión con una cierta mala fe dejando entrever que los
socialistas utilizábamos el procedimiento de libre designación para colocar a
nuestros amigos políticos e insinuando que todo aquello era un modo de
practicar el clientelismo.
Nosotros nos desgañitábamos
negando en absoluto la veracidad de tales imputaciones afirmando que todos los nombramientos se
producían a favor de funcionarios en ejercicio e ingresados por oposición, y
que por otra parte estábamos utilizando el procedimiento del concurso en una
proporción mucho mayor que en cualquier otra época.
Otro de los asuntos que parecía
preocupar enormemente a los populares era la supuesta inflación de altos cargos
que se había producido desde el advenimiento del gobierno socialista. Tampoco
en esto tenía razón la
oposición. El pretendido aumento tenia origen en la
aplicación del nuevo sistema de retribuciones y lo que el Partido Popular
consideraba como altos cargos no eran otra cosa que altos funcionarios de
carrera que habían ajustado sus retribuciones en función del puesto ocupado.
Esta circunstancia había traído consigo algunos reajustes orgánicos con el fin
de evitar mermas salariales importantes.
Tengo que señalar, no sin cierta
interna satisfacción que el Partido Popular, cuando llego al gobierno, no solo
no resolvió estos pretendidos defectos sino más bien todo lo contrario. Aumentó
el número de los nombrados por libre designación utilizando este procedimiento para
purgar a excelentes profesionales cuyo único pecado había consistido en actuar,
cumpliendo con la Constitución, asistiendo al gobierno democráticamente
elegido. En su lugar fueron colocados funcionarios en buena sintonía política
con los populares. En cuanto a los altos cargos, no solo fue abandonada la
absurda promesa electoral de reducir su número en cinco mil, sino que fueron
creados varios cientos más. El entonces
ministro del ramo, Rajoy, hubo de reconocer abiertamente que se habían
equivocado cuando estaban en la oposición. Equivocados
o no es el caso que la actitud de AP impidió cualquier tipo de consenso entre
los partidos orientado a mejorar el funcionamiento administrativo lo cual sin
duda constituyó u error notable. Disponer de una administración moderna y
eficaz es uno de esos empeños que forman parte de lo que suele llamarse
política de Estado. Este es el único modo de evitar que los puestos públicos se
conviertan en patrimonio privado de los partidos de turno, lo que
independientemente de producir efectos perniciosos en la moral general del país
impide la debida continuidad de los trabajos iniciados, que deben partir de
cero con cada cambio de gobierno.
Además de las presentaciones del
documento, realizamos un estudio Delphi para averiguar los puntos de vista de mas de doscientos expertos en gestión
pública. Las conclusiones de este estudio fueron muy bien recibidas, y pasados
los años lo he visto citado en varios artículos publicados fuera de España.[4]
Una vez realizadas todas las reuniones y recogidos los puntos de vista que se expresaron en ellas, procedimos a la publicación de un documento que recogía una versión enriquecida de las propuestas originales. Este texto aunque no tenía carácter definitivo, constituía un punto de partida con un elevado grado de elaboración para respaldar el inicio de las actividades de modernización.
Una vez realizadas todas las reuniones y recogidos los puntos de vista que se expresaron en ellas, procedimos a la publicación de un documento que recogía una versión enriquecida de las propuestas originales. Este texto aunque no tenía carácter definitivo, constituía un punto de partida con un elevado grado de elaboración para respaldar el inicio de las actividades de modernización.
Decidimos comenzar los trabajos
mediante la aplicación de los principios modernizadores a casos concretos y
puntuales de modo que las experiencias obtenidas pudiesen servir de ejemplo e
hicieran posible un desarrollo posterior que abarcase la mayor parte de los
organismos públicos. Una parte muy importante de nuestra filosofía consistía en
dotar a los gestores de la independencia suficiente para que pudieran cumplir
con sus objetivos. Para ello tanto el Ministerio de Hacienda como el de
Administraciones Públicas debíamos renunciar a algunas de nuestras competencias
de control y poner su ejecución en manos de los directivos de los organismos
descentralizados. Esta pérdida de intervenciones burocráticas despertó algunas
reticencias, pero se aceptó por parte
del Ministerio de Hacienda en
determinados casos. De ellos el más importante se tradujo en la creación de la Agencia Tributaria. Del
mismo modo se llegó a un acuerdo para aplicar las técnicas modernizadoras a las
áreas de Correos y Turismo.
A pesar de este apoyo parcial, el
avance en la dirección de la “Nueva Gestión Pública” se enfrentaba a grandes dificultades por la gran resistencia
que apareció a la hora de transferir competencias a los gestores. Tantas fueron
estas trabas y tan significativos los retrasos que Juan Manuel Eguiagaray que
sustituyó a Joaquín
Almunia como Ministro para las Administraciones Públicas
decidió cambiar el enfoque de las reformas
concentrando el esfuerzo modernizador más en la mejora de procedimientos
particulares que en los cambios en los mecanismos de gestión de los recursos
humanos o financieros. Aunque se consiguieron algunas mejoras interesantes en
el funcionamiento de determinados servicios,
los programas perdieron impulso y terminaron agotándose.
Merece la pena dedicar un poco de
tiempo a explorar las razones por las cuales unas ideas, con las que todo el
mundo estaba teóricamente de acuerdo tuvieron un éxito tan relativo, por decirlo
de una manera suave. Para ello hay que fijar la atención en dos circunstancias.
La primera fue la aparición de los escándalos de corrupción administrativa en
la contratación de obras, especialmente los episodios protagonizados por el
entonces Director General de la Guardia Civil Luis Roldán. Estos hechos dieron
lugar a la aprobación de una nueva normativa sobre contratos centrada sobre
todo en impedir cualquier posible mal uso de los fondos públicos aún a costa de
introducir un gran número de rigideces formales del todo contrarias a los
principios modernizadores. En segundo lugar el proceso de cambio no recibió
todo el apoyo político necesario desde las altas instancias del gobierno. La
verdad es que en aquellos años éstas comenzaban a estar inmersas en problemas
harto mas acuciadores: huelga general del 14 de diciembre de 1988, corrupción
administrativa y la pretensión de achacar al gobierno la responsabilidad
por las acciones de guerra sucia contra
ETA llevadas a cabo años atrás. Todo ello impidió la necesaria dedicación a una
tarea de gestión que por su carácter de normal y rutinaria resultaba bastante
insólita en aquellos difíciles tiempos a los que me referiré en capítulos
posteriores.
De este modo se disolvió el
ímpetu inicial de los cambios propuestos. Lo cierto es que a pesar de que en
España pasó casi desapercibido, la mayoría de los países de la OCDE
emprendieron reformas en la línea de los contenidos del documento “Reflexiones
para la modernización de la Administración” cuyas ideas pueden equipararse a lo
que posteriormente se ha definido como un nuevo paradigma de la gestión de los
asuntos públicos. Nosotros en ningún momento fuimos conscientes de estar
participando en una operación de tan enorme trascendencia, pero si pensábamos,
y en mi caso mantengo la misma opinión,
que de la aplicación de aquellos principios podían surgir soluciones para
alguno de los problemas de ineficacia administrativa que todavía a comienzos del siglo XXI sigue
arrastrando nuestra gestión pública.
No puedo evitar sentir una cierta
nostalgia cuando examino artículos escritos por estudiosos de otros países y
encuentro referencias al intento que emprendimos en España y que aparece citado
con alguna frecuencia. Considero que aquella fue una ocasión perdida que algún
día deberíamos intentar llevar a buen
fin.
[1] A pesar de los esfuerzos que realizaron Justo Zambrana por el PSOE y Miguel Herrero por AP
[2] Por cierto que el posterior gobierno del PP desperdició una magnífica
ocasión de modernizar el proceso de elaboración de normas, limitándose en la nueva Ley que hizo aprobar, a repetir prácticamente lo expresado por la añeja Ley de
Procedimiento Administrativo
[3] Conocida por la expresión inglesa “New Public Management”
[4] Los documentos elaborados por el posterior gobierno del PP hicieron frecuente uso de las conclusiones de este estudio
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