La ruptura definitiva entre González y
Guerra
Aquellos que seguían más de cerca
la política española de aquellos años quedaron sorprendidos cuando, tras vencer
en las elecciones generales de 1989, Felipe González anunció que no introduciría cambios
en el gobierno y que en consecuencia (o por consiguiente, que diría el
interesado), todos los ministros eran mantenidos en sus puestos. Los que
conocíamos las interioridades de la situación del gabinete quedamos todavía más
confundidos. Existía un enfrentamiento, a veces latente, a veces abierto, que se acentuó a lo largo del año siguiente a
las elecciones de 1989, entre Guerra y sus partidarios y los que ya comenzaban
a llamarse “ministros renovadores”. Entre estos últimos se encontraban Joaquín Almunia , Javier
Solana y José
Barrionuevo que luego y como ya vimos, manifestarían su apoyo
a Leguina acudiendo al acto celebrado en el hotel Chamartín. A estos se unía el
entonces secretario de estado Borrell que en la reunión citad pronunció un
expresivo discurso en el que atacó la concepción del, partido mantenida por
Guerra y sus partidarios[1].
Otros ministros contrarios al entonces vicepresidente eran Narcis Serra, Carlos
Romero y sobre todo Carlos Solchaga, quien no se privaba de exteriorizar
públicamente sus puntos de vista contrarios a Guerra[2].
A la salida de Guerra del
gobierno ya me he referido en un capítulo anterior. Lo curioso del caso es que
esta dimisión no fue seguida inmediatamente por un cambio de gobierno. Este se
retrasó unas semanas y tuvo lugar en el momento en que el recién
dimitido/cesado Guerra se encontraba nada menos que en Australia asistiendo a
una reunión internacional de socialistas. Que Felipe González eligiese
un momento en el que su hasta entonces segundo se encontraba exactamente en las
antípodas, puede ser un hecho casual. De todos modos no deja de ser
significativo y esa lejanía de Guerra jugó un papel determinante en las
decisiones que tomaron algunas de las personas que protagonizaron la formación
del nuevo gobierno.
González planteó una remodelación
de su gobierno que puede ser considerada como una transición a la espera de
cambios más profundos. Salieron del gabinete cuatro de los ministros opuestos a
Guerra: Almunia, Barrionuevo, Romero y Semprún. Los ministros más afines a
Guerra se mantuvieron en sus puestos y en compensación, Solchaga continuaba con
la cartera de Economía y el renovador Serra fue ascendido a vicepresidente
ocupando así la plaza dejada vacante por Guerra. En esta línea de equilibrios,
González ofreció a Benegas una nueva cartera que recogería las competencias del
Ministerio para las Administraciones Públicas que Almunia dejaba vacante y las
del Ministerio de la Presidencia, cuyo titular el guerrista Virgilio Zapatero pasaba a Justicia de donde
Múgica era desplazado al Ministerio de Cultura dejado libre por el impulsivo
Semprún. El Ministro de Obras Públicas Sáez Cosculluela, también guerrista
dejaba su puesto a José Borrell, quien por fin veía cumplirse sus ambiciones
ministeriales y además al frente de un potente departamento que absorbía las
competencias en materia de transportes y comunicaciones dejadas libres por la
marcha de Barrionuevo.
La solución a la crisis reflejaba
un cuidadoso juego de contrapesos y de intentos de atraer a las filas de la
renovación a personas hasta entonces identificadas con Guerra. En esto se veía
la mano de Narcís Serra, siempre cauteloso a la hora de dar pasos adelante y de
Javier Solana cuyo gusto por las componendas
y deseo de contentar a todo el mundo era bien conocido. Ambos coincidían
con la forma de hacer de Felipe
González , que nunca ha sido demasiado partidario de
soluciones radicales a la hora de resolver las crisis.
Todo aquel fino planteamiento con
el que se pensaba tranquilizar a unos y a otros se vino abajo cuando Benegas
comunicó a sus amigos Guillermo Galeote y Roberto Dorado la oferta que le había hecho González a la vez que les
ponía al corriente de la composición completa del previsto nuevo gobierno. A la
vista del panorama decidieron ponerse en contacto con Australia para que
Alfonso Guerra les orientase sobre como responder a las ofertas del Presidente
del Gobierno. Cuando Guerra se enteró de que Solchaga continuaba en Economía, y
que además Serra era ascendido a vicepresidente su actitud fue totalmente
contraria a la entrada de Benegas en el gobierno. En eso coincidía con Galeote y Dorado, que además pensaban que si
aquella se producía, Benegas terminaría por caer bajo la influencia de Felipe González y se
apartaría de la estela del guerrismo. Después de una larga conversación
telefónica con el distante vicesecretario, Benegas tomó la decisión de rechazar
la oferta que se le había hecho, y en consecuencia quedó fuera del gobierno.
Según ha dicho algún tiempo después el propio Txiki, esta actuación le resultó nefasta para su futura carrera política. Es preciso reconocer que el político vasco
se portó con gran lealtad hacia Guerra, actitud por la que este le estaría
siempre agradecido.
Para salir del engorro en que le
situaba su negativa, Benegas propuso a González la incorporación al gobierno de
Juan Manuel Eguiagaray, que en aquellos momentos era vocal de la Comisión Ejecutiva
a las órdenes de Benegas. El presidente decidió aceptar esta sugerencia aunque
manteniendo la estructura de los departamentos tal como estaba. Así pues
continuaron separados los ministerios de Presidencia, donde continuó Zapatero y
de Administraciones Públicas donde se incorporó Eguiagaray. Para la cartera de
justicia recuperó a Tomás de la Cuadra que hasta ese momento ocupaba la
presidencia del Consejo de Estado.
Respecto a la cartera de Cultura,
los planes de Felipe
González se vieron alterados por la conducta de Enrique
Múgica. Según parece, éste último reaccionó con gran enojo cuando el presidente
le comunicó su cese en la cartera de Justicia. Ante este panorama, González
renunció a ofrecerle Cultura y para cubrir la inesperada vacante recurrió a
Jordi Solé Tura.
El resultado de la crisis
significó el fin de la influencia de Alfonso Guerra en el gobierno, que había
alcanzado su punto más alto en la remodelación de 1986. Aunque permanecieron en
el gabinete personas cercanas a sus posiciones, lo hicieron en puestos de
escasa relevancia y fuera de los principales ámbitos de decisión. Sin embargo
dentro del partido las cosas eran completamente distintas[3].
La comisión ejecutiva surgida del congreso anterior parecía firmemente alineada
tras Guerra. Aunque como luego veremos, bastantes de sus miembros fueron
evolucionando hacia las posiciones de Felipe González.
Yo, como otros muchos, siempre
había considerado que la salida de Guerra del gobierno tendría efectos nefastos
para la estabilidad del PSOE, y los hechos vinieron a darnos la razón. Con el
vicesecretario general en Ferraz controlando los resortes orgánicos se produjo
la aparición de un foco de poder alternativo en torno al que procedieron a
asociarse todos aquellos que mantenían discrepancias con la labor gubernamental
o simplemente se sentían desplazados de la misma.
Sorprendentemente, uno de los
centros de influencia que Guerra poseía dentro del gobierno se mantuvo intacto.
Roberto Dorado fue mantenido en su puesto de Director del gabinete del
Presidente del Gobierno. Mucha gente, incluido yo mismo, no entendió en aquel
momento la razón de tal permanencia. Pudiera ser que se hiciese para no dar la
impresión de que era Guerra y no González quien controlaba los resortes
políticos dentro del palacio de la Moncloa. El hecho es que Dorado, que siempre fue un magnífico profesional, procuró compaginar como pudo las dos lealtades a
las que se sentía obligado, lo que en ocasiones debió de producirle no pocos
quebraderos de cabeza.
Así las cosas, en Junio de 1991
aparecieron en la prensa las primeras noticias en relación con lo que se llamó
el “caso Filesa”. El nombre del asunto procedía del de una sociedad a la que un
empleado, despedido de ella, señalo como parte del entramado de financiación
del partido socialista. Sobre este asunto y otros parecidos se han escrito
numerosos reportajes, artículos e incluso
libros. Lo mismo ocurre respecto a la financiación irregular de los partidos
políticos. Por tanto mis comentarios aportarían poco o nada nuevo al respecto.
Baste con decir que tengo la convicción de que España no ha sido demasiado
diferente a otros países europeos en cuanto al modo en que se han financiado
los partidos políticos. Aquí, hasta la
aprobación de la ley que reguló su financiación cada partido buscó los medios
necesarios como Dios le dio a entender y todo el mundo lo aceptó de manera más
o menos velada. Sin embargo la aparición del asunto Filesa supuso un cambio
sustancial en el panorama. El Partido Popular se lanzó en tromba sobre esta cuestión con harta temeridad porque entre sus filas no tardaron en surgir
escándalos parecidos. Pero el hecho de encontrarse entonces en la oposición facilitó que el PP se exculpase a sí mismo de sus propios
pecados y se lanzase a exigir graves penitencias para sus adversarios, llegando
al extremo de personarse como parte acusador en los procesos judiciales que se
abrieron.
A todo esto Guerra continuaba
manteniendo una estrecha relación con las organizaciones del Partido Socialista,
rodeado de partidarios ante los que dejaba traslucir su sentimiento de haberse
sentido engañado por González en la última crisis de gobierno. El ofendido
vicesecretario explicaba a todo el que quisiera escucharle que su salida de la
vicepresidencia debería haber sido compensada con el cese de Carlos Solchaga, y
que por el contrario este último había permanecido e incluso se había visto
reforzado. Según alguno de los que asistió a estas reuniones, Guerra insistía
en que Felipe le había dejado ver que estaba dispuesto a desprenderse del
ministro navarro. De aquí venían pues sus quejas y su dolor por considerarse
traicionado.
Uno de los grupos que mantenían
contactos con Guerra era el que, en la federación madrileña se aglutinaba en
torno a José Acosta. Como ya he señalado en otro lugar, estos compañeros habían
comenzado a cuestionar seriamente mi actuación como secretario general de la FSM. Entendían que
yo era demasiado condescendiente con Leguina, con quien seguían en profundo
desacuerdo. Mi posición se resumía en asegurar al gobierno de la comunidad
autónoma la estabilidad política suficiente par que pudiese realizar su
programa. Yo nunca entendí demasiado bien las pretensiones de los partidarios
de Acosta aunque en algún momento llegué a comprender que manejaban la idea de
separar a Leguina de la presidencia sustituyéndolo por otro diputado. Incluso
en alguna ocasión se filtró a la prensa mi nombre para ese propósito. A la
vista de cómo iban evolucionando los acontecimientos, decidí mantener una entrevista
con Acosta donde le hice ver lo absurdo de tal pretensión y mi nula disposición
a entrar en aquel juego. Le explique que, como el muy bien conocía, yo había
llegado en su momento a un acuerdo con Leguina, y entendía que este último
estaba cumpliendo adecuadamente su parte, de modo que mi comportamiento iría en
idéntico sentido. Acosta es, o era, una persona de carácter algo fuerte y dado
a la irritación y a elevar la voz más de lo conveniente. De todo ello hubo en
aquella conversación y en unos términos que a mí me parecieron inaceptables. A
partir de aquel momento mi ruptura con el presidente de la federación resultó
inevitable.
En una de las reuniones de Acosta
con Guerra, a la que asistían otras personas, se habló de mi actuación como
secretario general de la FSM y de la necesidad de sustituirme, ya que no
parecía que yo con mi conducta
respondiese a lo que Acosta y su gente habían esperado de mí, principalmente en
lo que tenía que ver con echar a Leguina de su presidencia. Según contó después
alguno de los asistentes, el vicesecretario
se ofreció a ayudarles en aquel propósito. Como suele suceder en este
tipo de encuentros, la reunión y sus contenidos se filtraron a los medios de
comunicación, entonces siempre atentos a los movimientos internos del PSOE.
Entre lo publicado aparecieron también las críticas de Guerra contra González.
Todo aquello resultó demasiado
para mi capacidad de aguante y decidí poner el asunto en manos de la dirección
federal del partido que, dadas las circunstancias, no podía estar representada
más que por el propio secretario general. Además inicié una serie de contactos
con el fin de tantear mis apoyos en la FSM. El objetivo consistía en asegurarme de
disponer de una mayoría suficiente para
continuar en mi puesto o en caso contrario proceder a dimitir. No era un asunto
menor el que el presidente de mi federación se dedicase a conspirar contra mi
nada menos que con el vicesecretario general del partido.
Me entrevisté con Felipe González y le
puse al corriente de la situación y de mis intenciones de someterme a una
moción de confianza en el Comité Regional de la FSM[4]
. Mis intenciones le parecieron correctas, pero lo más significativo de la
reunión fue la impresión que obtuve de que las cosas marchaban francamente mal
entre González y Guerra.
Reforzado por mi visita, continué
con mis planes. Gané por amplia mayoría la moción de confianza ante el Comité
Regional. Aquello supuso innumerables tensiones que no es oportuno recordar ya
que no pertenecen a la parte más brillante de la actividad política. Superada
por el momento la situación me integré plenamente en el campo de los ya
entonces llamados renovadores, donde pasé a realizar una actividad febril a la
que dedicaba la mayor parte de mi tiempo y energías. Los llamados renovadores
eran en realidad un conjunto bastante heterogéneo de personas unidas únicamente
por su total identificación con González. Los había que llevaban tiempo
enfrentados a Guerra y otros, que como yo acababan de incorporarse a esta tarea[5]
. La más significativa de las incorporaciones a la renovación fue la de José Bono , que
arrastró consigo a toda la federación de Castilla la Mancha. También en
Andalucía comenzaban a cambiar las posiciones creando abundantes dificultades
al secretario general de entonces Carlos Sanjuan, hombre de absoluta fidelidad
a Guerra, quien le había colocado en el puesto en sustitución de Rodríguez de la Borbolla. Por
supuesto que este último se unió con entusiasmo a la operación contra su viejo
adversario.
La diversidad de orígenes dentro
de los renovadores así como algunas diferencias tácticas respecto a como llevar
adelante la tarea de derrotar a Guerra hicieron difícil que la operación
disfrutara de demasiada coherencia y se echó en falta desde el principio a una
persona dotada de la suficiente visión y autoridad para marcar una estrategia
común. Esta persona no podía ser el propio González. Entonces se pensaba que a
este último había que darle el trabajo hecho, de modo que su posición como
presidente del gobierno no se viera comprometida por su implicación directa en
los entresijos de la política partidaria. Se trataba en suma de preservar su
imagen ante los electores a quienes no
atrae en absoluto los espectáculos de lucha interna de los partidos.
La persona quizá mejor situada en
aquel momento para liderar la renovación era José Bono. Tenía en su contra un
pasado guerrista que hacía que algunos contemplaran sus movimientos con
desconfianza. A pesar de ello intentó desde el primer momento tomar la iniciativa. Estableció
frecuentes contactos con Narcís Serra y procedió a convocar a los más
destacados renovadores a reuniones en Toledo tomando como pretexto todo tipo de
acontecimientos. Particularmente interesante resultó un encuentro al que fuimos
citados a comienzos de 1992 con el propósito de apoyar la candidatura de Raimón
Obiols a la presidencia de la Generalidad de Cataluña. La pertinencia de
realizar aquel acto en Toledo podía ser puesta en duda con alguna razón.
Resultaba más que evidente que el propósito de Bono iba algo más lejos de lo
expresado en las invitaciones oficiales al acto. Se trataba de hacer una
demostración de la fuerza con que los renovadores contaban en ese momento,
además de ofrecer una plataforma de apoyo interno al vicepresidente Serra cuyos
apoyos fuera de Cataluña eran escasos y que además sufría los duros empellones
que los guerristas le proporcionaban desde Ferraz. Sirvió también la
convocatoria para hacer oficial ante la opinión pública el distanciamiento
definitivo entre Guerra y Bono.
Una de las actuaciones que me
correspondió realizar como militante del grupo renovador consistió en tratar de
convencer al entonces poderoso Joan Lerma, que mantenía una actitud algo
ambigua, para que se uniese a nosotros. Esta tarea me fue encomendada en el
transcurso de una cena convocada por Joaquín Leguina y que consistió en una especie de
estado mayor de renovadores. Asistimos además del convocador y yo mismo, Javier
Solana, Joaquín Almunia ,
Narcís Serra y José Mª Maravall. De allí salí yo con el encargo de trasladarme
a Valencia y entrevistarme con Lerma. Se trataba de persuadir a este último de
que Felipe González
nos apoyaba y que por tanto la federación valenciana debería alinearse con
nuestras posiciones.
El entonces presidente de la Generalidad Valenciana
me recibió con la simpatía que siempre me manifestaba y me invitó a comer en su
despacho. Lo agradable del encuentro no se tradujo en resultados prácticos.
Después de algunos circunloquios Lerma
vino a decirme que el se mantendría a la expectativa, y que si Felipe González deseaba
su concurso, le gustaría que se lo pidiese personalmente. Creí también deducir
de sus palabras una cierta reticencia a embarcarse en lo que él consideraba una
“operación de Pepe Bono” con quien entonces mantenía algunos contenciosos
institucionales por causa de trasvases y carreteras. Así pues, el viaje a
Valencia resultó agradable pero sin ningún resultado aparente. La impresión que
trasmití a mi vuelta fue más bien negativa aunque visto con perspectiva, mi
gestión debió surtir algún efecto, ya que un año después Lerma, sin duda movido
por el propio González, se alineó abiertamente frente a Alfonso Guerra.
La actuación de las personas bajo la influencia de Lerma resultó
decisiva en alguno de los momentos culminantes del enfrentamiento entre Guerra y
González.
Este último no se sentía a gusto en el trabajo cotidiano con la comisión ejecutiva surgida del congreso anterior en la que predominaban los partidarios de Guerra. Aunque algunos de sus componentes ya habían evolucionado hacia las posturas del secretario general, tal era el caso de Cercas, Paramio y Bono, el grueso de los responsables de área continuaban fieles al vicesecretario. Así pues González decidió buscar un ámbito de dirección política en el que las posturas no le fueran tan adversas. Para ello recurrió a reunirse periódicamente con los secretarios generales de las distintas federaciones. En principio no estaba previsto que asistiesen otros miembros de la comisión ejecutiva federal, aparte del propio González, pero al final y supongo que por rebajar las tensiones que se crearon, Felipe consintió en la asistencia de los responsables de área, que le eran todos adversos excepto Cercas y Paramio.
En la primera de aquellas
reuniones se abrió un turno de palabra en el que intervinimos diferentes
secretarios generales. Yo, con el grado de imprudencia que entonces me
caracterizaba, me lancé a exponer un análisis muy crítico de las posturas que
en ese momento sostenía la mayoría de la comisión ejecutiva, es decir de las
posiciones de Guerra. Entre otras cosas refute con cierto apasionamiento una de
las tesis favoritas del vicesecretario en aquellos días y que consistía en
afirmar la existencia de una conspiración organizada por el grupo de
comunicación Prisa y por la gran banca (eso decía Guerra) dirigida a derechizar
el PSOE por el procedimiento de desestabilizar sus órganos de dirección. Aunque
a estas alturas ya se ha visto de todo en materia de operaciones organizadas
desde grupos de comunicación, sigo profundamente convencido de que Guerra se
equivocaba. Años después tuvimos los socialistas ocasión de sufrir ese tipo de
acoso y de un origen bien diferente al que entonces se apuntaba desde el
guerrismo. Mi intervención mereció enérgicos cabezazos negativos de Alfonso,
que como todo el mundo sabe no suele ser económico con sus gestos. Sus
partidarios me aludieron en sus intervenciones en términos algo ácidos y me di
cuenta de que para ellos era uno de los principales adversarios a batir.
Paralelamente a los movimientos
renovadores aparecieron otras iniciativas que, como suele ocurrir en los
partidos cuando se desencadenan conflictos internos, trataron de colocarse en
una posición intermedia con el propósito de generar un ambiente, como suele
llamarse, de integración. Lo cierto es que quienes forman parte de este tipo de
movimientos suelen ser gentes prudentes y algo calculadoras que intentan
alzarse hasta posiciones de poder por la circunstancia de ser los que menor
rechazo provocan en ambas partes. Uno de los más famosos de estos intentos fue
el llamado “grupo de las Navas” porque celebraban sus reuniones en las Navas
del Marqués. El desarrollo posterior de los acontecimientos posteriores llevó a
los participantes en este intento a posicionarse abiertamente en uno u otro
bando.
Las consecuencias del asunto
Filesa iban también a afectar al clima interno en el partido. Las prácticas de
financiación irregulares que pudieran haber existido eran criticadas sin
disimulo por los renovadores que les achacaban, entre otros males, efectos perversos
para la democracia interna del partido. Esta tesis fue expuesta en diferentes
artículos periodísticos, de los cuales el más famoso resultó uno escrito por Joaquín Leguina , quien
venía a sostener que los fondos incontrolados se utilizaban por algunos para
financiar rebeliones internas contra aquellos líderes que resultaban incómodos
para la línea oficial. Este debate contribuyó a enconar las discusiones
internas. Las cosas llegaron al límite cuando en la primavera de 1993, el
secretario de organización Benegas hizo pública una carta dirigida a Felipe González en la
que le anunciaba su intención de dimitir de su puesto ante lo que el
consideraba acoso por parte de los que él denominó “renovadores de la nada”. Se
quejaba también Benegas de lo que para el eran intentos por parte de algunos
compañeros de cargar las responsabilidades del asunto Filesa solamente sobre
una parte de la comisión ejecutiva, precisamente aquella en la que el militaba
junto a los demás partidarios de Guerra.
Por otro lado Guerra se sentía
cada vez más libre a la hora de analizar críticamente la labor del gobierno.
Según él, el Ejecutivo estaba practicando una política que se deslizaba
demasiado hacia posiciones derechistas y de este giro culpaba de manera directa
a Carlos Solchaga y de modo más solapado al propio Felipe González. Estas
actitudes, unidas a la crisis que provocó la carta de Benegas, debieron agotar
la paciencia de González. En la primavera de 1993 era ya evidente que la
situación no podría prolongarse por más tiempo ya que las tensiones comenzaban
a afectar la eficacia de la acción de gobierno.
El secretario general del PSOE
convocó una reunión de “notables” a la que asistieron partidarios de Guerra,
renovadores y alguno de los del citado “grupo de las Navas”, a los que la
prensa llamaba “integradores”. En las discusiones no se llegó a acuerdo alguno
manteniéndose todo el mundo en sus posturas iniciales, aunque hay que reconocer
que algunos como Chaves o Corcuera intentaron con insistencia evitar la ruptura. Esta quedó
simplemente aplazada, pero el Presidente del gobierno a la vista del cariz que
tomaban los acontecimientos decidió adelantar en unos meses las elecciones
generales. Seguramente González pensaría que el clima de confrontación
electoral frente al Partido Popular, entonces en alza, contribuiría a mitigar
las tensiones internas. Quizá estuviera en su ánimo la idea de que un nuevo
triunfo en las urnas alejaría las críticas que desde dentro del partido
comenzaban a realizarse contra la política económica dirigida por Solchaga. Por
último quedaría con las manos más libres para configurar un nuevo equipo de
gobierno más homogéneo y menos influido por las tensiones partidarias. De todos
modos Felipe González
no es persona que deje traslucir sus intenciones así que no me atrevo
a ser demasiado categórico sobre cuales fueran sus propósitos a la hora de
proponer al Rey la disolución de las Cámaras.
La convocatoria anticipada de
elecciones representó el punto de ruptura sin retorno de las relaciones entre
Guerra y González. Hasta entonces todas las decisiones de esa naturaleza se
habían tomado de común acuerdo entre ambos dirigentes. De hecho, como ya hemos
tenido ocasión de ver en otros capítulos, era Guerra quien solía encargarse de
analizar los puntos a favor y en contra de cada convocatoria electoral y
presentaba estos estudios a González que se basaba habitualmente en ellos para
tomar su decisión: Esta vez fue totalmente distinto y los asesoramientos, si es
que los hubo, le vinieron al Presidente de otras fuentes muy lejanas a
Guerra.
[1] Como un ejemplo más de lo tornadizo de la política, años después
Borrell recibiría el entusiasta apoyo de los guerristas en su disputa electoral
interna con Almunia por la secretaria general del PSOE
[2] Un caso singular de enfrentamiento era el de Jorge Semprún. Este
antagonismo no tenía efectos políticos internos porque el entonces ministro de
cultura no era militante del PSOE, pero resultaba muy llamativo para la opinión
pública, ya que Semprún concedía entrevistas periodísticas con declaraciones
abiertamente contrarias a Guerra
[3] En estos menesteres Aznar aprendió bien la lección. Por ello cuando la
actuación de Álvarez Cascos le resultó incomoda, comenzó por eliminarle de su
posición de poder dentro del partido manteniéndolo en el gobierno. Sustituir un
ministro le es más fácil al jefe de gobierno que alterar los equilibrios dentro
del partido
[4] Para quien no esté muy versado en las complicadas estructuras internas
del PSOE, aclararé que el comité regional de una federación es el órgano que
controla a la respectiva comisión ejecutiva. Haciendo una analogía, puede
decirse que se trata de una especie de parlamento interno elegido por los afiliados.
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